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Primeros Capítulos de la Novela
¿Qué poderoso secreto ha ocultado la enigmática cultura maya? La cual ha cautivado al mundo entero. Nos ha dejado indicios de su capacidad de trascender al tiempo y al espacio… y ahora este misterio será revelado a través de esta novela.
En una noche oscura, cubierta por las estrellas y encendida por una lluvia de luces fugaces que atravesaban el firmamento, iluminaban la mirada y las arrugas de un anciano maya. Era el Chilám, sabio-sacerdote-profeta y contador del tiempo, que escudriñaba la oscuridad, en busca de la señal, una que coincidiera con la alineación planetaria que se advertía en lo alto, y que le indicara el momento preciso del cambio de período. Sería en ese preciso instante en el que se daría paso a la nueva cuenta de su calendario ritual. Tras su espalda pesaba la carga de todo un linaje de Halach Winic, hombres verdaderos, quienes expectantes lo acompañaban, cientos de estos vestidos de guerreros, de pie cubrían toda una explanada, esperando el inicio del acontecimiento.
Se habían cumplido todas las profecías. El Chilám aguardaba pacientemente, sin apresurar nada, sin alterar ningún suceso, evitando de esta forma desarmonizar a la vida y al universo. Sabía que su palabra tenía el poder de perturbar al tiempo y a los elementos de la naturaleza, así que simplemente observaba pacientemente a la bóveda celeste llena de luminarias. En ese momento sucedió algo sorprendente, ante los ojos de todos los presentes, en forma de respuesta, pasaron dos luces fugaces, las cuales chocaron en el aire en presencia de todos. Era insólito que dos meteoros coincidieran en un punto determinado al alcance de los presentes. Para el anciano fue una señal más que suficiente para dar lugar al nuevo tiempo. Levantó su mano derecha, dando la orden para que los músicos soplaran sus caracolas marinas, estas retumbaron a los lejos, dando así la bienvenida al inicio del nuevo katún.
La sonora resonancia de los instrumentos de viento, rugió profundamente, cimbreando cada rincón de la selva del Petén, inquietando a las bestias nocturnas y a todo ser que se encontraba cerca. Después de unos instantes, la música cesó, y todo quedó en silencio, dejando una gran expectación. El aire se sentía denso, y no había animal, ni pájaro, que produjera ruido a varios kilómetros a la redonda. Era como si los seres vivos de ese lugar, comprendieran lo que estaba aconteciendo.
Así fue como dio inicio el nuevo tiempo. Así fueron esos instantes grandiosos para estos mayas, conocidos como Itzaes, los brujos del agua. Estaban tan unidos a su tierra, que sentían como si unos lazos de energía les salieran de su cuerpo, que los interconectaban con las entrañas de la selva. Era tal vez la emoción que les había producido la profunda vibración de las caracolas.
Fue, como si se hubiera evocado al verbo único y creador de la vida, dejando la sensación de que tiempo se había quedado en suspenso. Inesperadamente, el cielo se despejó dando paso al alba, enrojeciendo unas tenues nubes y advirtiendo la salida del sol.
Las vigorosas percusiones de los tunkules y zacatánes, tambores hechos con troncos y pieles, se escucharon como surgidos desde el fondo de la selva, saludando al amanecer, y contestando a la señal de las caracolas que los acompañaron de fondo. El sonido de los tambores retumbaba con un hondo eco, llegando a las remotas profundidades de las siete cuevas de
Xibalbá, la casa que hasta hoy había sido de los Itzaes. Todos los pueblos de esa jungla y de otras ciudades cercanas, respondieron también con sus instrumentos al llamado del Petén. Xibalbá, era un sitio que causaba pavor entre los hombres que vivían en las cercanías; era un lugar misterioso que muy pocos habían podido llegado a ver. Algunos incluso lo consideraban un mito, un lugar de muerte. Los viajeros evitaban pasar cerca, por miedo a morir entre las garras de los jaguares negros, que protegían el territorio. Se decía que era una región en la que los árboles eran pintados de color rojo y el negro del inframundo. Los valientes que lograban entrar tenían que superar difíciles pruebas para convertirse en Halach Winic, porque de no conseguirlo lo pagaban con su cabeza.
El calendario Itzá, marcaba el comienzo del 8 Ahau Katún, y era costumbre que cuando se alcanzaba esa fecha se daba inicio a un nuevo aciago éxodo. En esta ocasión, cientos de Halach Winic'ob salieron de Xibalbá, ataviados con sus atuendos y preparados para la guerra. De esta forma dieron inicio a una peregrinación, y marcharon hasta perderse en las oscuras entrañas del Petén Itzá, la selva de Guatemala.
El anciano Chilám sacerdote, viéndolos partir, miró al firmamento e invocó una plegaria:
“¡Ahí van los hombres bellos,
acompañados de sus bellas mujeres,
y sus sacerdotisas, engalanados con sus plumas
y vestimentas, llenos de orgullo!
¡Señor, dales caminos buenos, dales protección,
a ellos que son los portadores del nuevo tiempo, aunque duras serán sus pruebas! y muy duro será su andar
Protégelos para que realicen tu encomienda!”
Los hombres caminaron durante varias horas a través de la selva, hasta llegar a una misteriosa ciudad llamada Tollán, el lugar del sol naciente. Era un punto de encuentro, y de reunión para los diferentes grupos que se unirían a la procesión con los de Xibalbá.
Cuando los primeros Itzáes se aproximaron a la entrada de la ciudad, salió a su encuentro un anciano guardián, junto con un séquito de guerreros. Al presentarse demandó con gran autoridad:
– Soy el Señor de Tollan, Ah Kin May Balám, Sacerdote Solar, ¡Guardián de este santo y sagrado lugar! ¿Quiénes osan entrar a estas tierras?
Una de las gruesas paredes de los pasillos del monasterio de San Bernardino de Siena, en Valladolid Yucatán, se iluminó con la tenue luz de una vela. Era de noche, y un joven fraile de origen indígena, buscaba apresurado el refugio seguro en su celda. Al entrar, cerró muy despacio el viejo portón, para evitar cualquier ruido. Cuando se sintió a salvo, sacó de dentro de su hábito un antiguo códice, era un viejo pergamino, doblado en forma de acordeón, con la textura rugosa por el desgaste del paso del tiempo.
Estaba nervioso, su frente se perlaba con el sudor. De manera cuidadosa, encendió la luz de una desgastada vela de parafina, que estaba sobre una rústica mesita colocada en una esquina. Con un trapo sucio cubrió la parte baja de la puerta, para que los reflejos de la luz no llamaran la atención de quien pudiera pasar por allí. Cuando se sintió a salvo, lentamente fue desdoblando el códice, el cual fue mostrando algunos caracteres y dibujos mayas. Un escalofrío recorrió su espalda. Sabía que haber sustraído ese documento de la biblioteca, le podría acarrear grandes problemas, dolor, tortura e incluso una muerte terrible a manos de la inquisición. No obstante, para él era un riesgo que valía la pena correr, y aunque no era la primera vez que lo hacía, seguía poniéndole nervioso que lo descubrieran. El códice representaba un trozo de la historia de su pueblo, y aunque era algo ínfimo, mostraba parte de la grandeza de lo que había sido su nación. Sobre la arrugada textura del manuscrito se describían algunos de los sucesos que se habían dado hacía muchos años en su tierra por la gente de su raza. El fraile seguía la historia de un gran señor maya llamado Nazul, y a los hombres que lo acompañaban. La primera vez que leyó esas hazañas, se sintió orgulloso, porque por sus venas corría la misma sangre de esos grandes señores que habían hecho maravillosas proezas en el pasado.
Aunque sabía que él era un humilde franciscano, del más bajo rango, sospechaba que la vida le deparaba un destino mejor.
Cuando nació, en 1542, sus padres lo llevaron con un chamán, para consultar su futuro. Llegaron ante un anciano sacerdote, Chilám, vidente del pueblo de Chan Santa Cruz, quien les anunció que su hijo sería uno de los herederos de la tradición oral de las costumbres de su pueblo.
El anciano Chilám les aconsejó a los padres que cuando tuviera cuatro años, le permitieran ser su mentor. Así sucedió, pero en 1554, cuando el niño tuvo doce años, fue entregado a los franciscanos del monasterio de San Bernardino de Siena, para que le enseñaran a leer y a escribir la lengua de los dzules, el idioma de los hombres blancos. De esa forma podría, después de algún tiempo, traducir al español y al latín las historias de los mayas, y evitar con esto que la historia de su pueblo se perdiera en el olvido.
Corría el año 1560 y en ese momento el joven fraile contaba dieciocho años, a su memoria acudían constantemente todos los relatos que su viejo mentor cariñosamente le relataba. Éste había muerto poco después de dejarlo al cuidado de los franciscanos, y cada vez que lo recordaba sus ojos se humedecían de tristeza. Siempre tenía presente las fábulas y cuentos que el anciano le transmitió, haciendo hincapié en la precisión y los detalles. Su mentor le había advertido que no debía olvidarlos, ni modificarlos, haciendo que Sebastián se los repitiera hasta el cansancio, para que no omitiera nada, de forma que pudiera transmitirlos sin ninguna alteración.
Mientras el joven traía eso a su memoria, se preparó para hacer unas notas, movió de la pared un ladrillo falso, del cual extrajo una pluma, tinta y un manuscrito en el que iba haciendo una traducción personal de los códices que sustraía.
La historia de Nazul, hablaba de un hombre alto, de pelo dorado y ojos de cielo que había venido del mar, y había traído la paz a su pueblo. Emocionado, se preparó, tomó asiento, mojó la pluma, escurrió el exceso de tinta y con mucho esmero empezó a escribir.
Los ancianos Chilam’ob, profetas, escogían a los “niños tradición”. Si descubrían en ellos facilidades para la comunicación y la memoria, los preparaban para ser los portadores y transmisores del conocimiento maya, “la herencia” le llamaban ellos. Varios niños fueron escogidos para recibir el relato oral y el lenguaje florido de los ancestros. De modo que se convertían en memorias vivientes, podían recordar y recitar cada una de las palabras de los antiguos, aunque no supieran su profundo significado. Simplemente se preparaban para aprenderse las historias y trasmitirlas con exactitud.
Los mayas comprendieron que los conquistadores acabarían quitándoles todo, hasta las raíces de su linaje. Pero sabían que sus palabras guardarían el espíritu de los hombres mayas. El poder estaba en el conocimiento de sus enseñanzas, así que con cuidado previeron un sistema que funcionase a través del tiempo. Los mayas sabían que los dzules, hombres blancos, podían despojarlos de tierras, trabajo, libertad, destruir a sus dioses y a sus códices, pero no podían destruir lo que es indestructible: el espíritu y la memoria maya, en la que guardaron toda su historia y su sabiduría, así que mantuvieron en secreto sus conocimientos, y sólo los divulgaban discretamente entre algunas de sus gentes en forma de fábulas para mantener vivo el espíritu. De no ser así, quedarían condenados al olvido, y como ya no les quedaban guerreros para un enfrentamiento militar, ya que la mayoría muerto en combate o a causa de las epidemias que habían traído los extranjeros, así que sólo les quedaba esta último recurso, la resistencia pacífica.
Los frailes ignorantes de esa conspiración enseñaban a los niños indígenas a leer y a escribir en castellano para poder catequizarlos. entre estos niños había muchos que eran niños memoria, pero de esos, sólo algunos pocos podían ingresar en las filas de los franciscanos, para convertirse en escribanos de algún monasterio. Si a pesar de las dificultades uno de estos lograba ser reclutado, era muy difícil que tuvieran libre acceso al papel y a la tinta, materiales controlados por el jefe de escribanos, por otro lado, si lo conseguían, necesitaban un tiempo personal que no les daban, porque el trabajo era extenuante, y su labor fuera de los oficios religiosos estaba centrada en transcribir textos, y en escribir los inacabables edictos del abad y de los frailes.
La misión principal del monasterio de San Bernardino de Valladolid era la traducción de los códices mayas al español, que posteriormente eran enviados al Vaticano, para su revisión.
Aunque los monjes franciscanos habían aprendido la lengua maya, les costaba encontrar el sentido literal de los mensajes, porque estos tenían un significado metafórico muy complejo. Por esa razón buscaban la ayuda de intérpretes mayas, no sin recelo, así que algunos indígenas eran convertidos en frailes para asegurar su lealtad a la iglesia.
Así que, lo único que consolaba el corazón del joven fraile de su clausura, eran las palabras del Chilám, que de cuando en cuando liberaban su mente de la estricta vigilancia y del riguroso aislamiento al que era sometido.
La mayoría de los frailes de San Bernardino, desconfiaban de los indígenas, los consideraban intrusos“, unos ladinos, como todos los de su especie” decían entre ellos, así que los confinaban en su celda, haciéndole pasar largos ayunos para menoscabar su ánimo.
El cansancio de Sebastián, el hambre y la delgadez eran tales, que a veces sólo podía poner unas pocas letras en el manuscrito antes de quedarse dormido. Aun así, para él era suficiente sentir que cumplía con el cometido de su mentor, que era el rescatar el espíritu de sus antepasados.
No supo cuánto tiempo pasó, pero la vela estaba a punto de apagarse. Sobresaltado, se incorporó y puso atención. Había escuchado varios pasos que se iban acercando, se puso alerta. Con premura apagó la vela con la mano, recogió todo rápidamente y como pudo lo guardó en el hueco de la pared. Sus manos temblaban, y con dificultad pudo colocar de nuevo el ladrillo. Los pasos estaban cada vez más cerca, se tiró sobre el camastro, para simular que estaba dormido. No sabía si venían a por él, pero sintió miedo y remordimiento a la vez, “me han descubierto” pensó. El corazón le latía de tal forma que parecía que lo iba a delatar, varias personas se detuvieron apresuradamente a la altura de su celda. Estaba tenso. De un golpe, se abrió la puerta.
Se escuchó la grave voz del abad, que ásperamente le ordenó:
– ¡Sebastián, levántate y sígueme!
El abad, un hombre adusto y fuerte, se percató del olor a la parafina quemada y del humo que dejó vela al apagarse. Sebastián se incorporó muy asustado y pálido. Con las piernas temblorosas siguió al abad y a los celadores que le escoltaban a través del largo pasillo.
Conforme se alejaban, una sombra espectral se deslizó sigilosamente detrás de ellos, colándose en la celda y cerrando la puerta tras de sí.
La mañana estaba muy avanzada, el olor a selva impregnaba los humedecidos poros de la piel de Juan, quien había salido muy temprano de la ciudad de Chetumal Quintana Roo, conduciendo un destartalado Datsun 77 en dirección a la ciudad de Mérida Yucatán. Viajaba por la estrecha carretera, la cual se veía aún más reducida por los interminables y abundantes árboles que crecían a la orilla y que oscurecían algunos tramos del camino reduciendo su visión. Después de varias horas conduciendo con el calor acuestas y ya pasado del medio día, adormilado llego al pueblo de Valladolid. Era un sitio en el que le pareció había retrocedido en el tiempo, ya que a esa hora no había nadie en las calles.
Para Juan era una temporada extraña, sentía un vacío indescriptible, porque no sabía cuál era el verdadero sentido de su vida. Como compañeros de viaje llevaba en su maleta todos los recuerdos de su pasado, repletos de contrastes, demasiados para un joven de su edad. No había llegado a su tercera década y ya era médico y oficial de la Marina, pese a todo eso, su sensación era como el de un hombre que arrastraba más de cincuenta años tras de sí. Sentía que su carga era demasiado pesada y dolorosa, repleta de experiencias de su niñez. Sólo sus primeros seis años le habían dejado remembranzas de gran alegría. Después, todo se volvió una interminable sucesión de altibajos, un camino extraño y sinuoso, con muchas vivencias inconclusas que se fueron acumulando en su vida.
En el pueblo de Valladolid, no encontró ningún sitio donde le apeteciera comer, por el contrario, sin saber por qué, deseaba salir de ahí lo más pronto posible, así que retomó la carretera.
Tras conducir tranquilamente alrededor de cuarenta y cinco minutos, apareció un gran letrero, medio oxidado, al borde del camino, en el que se invitaba a los turistas a visitar las ruinas arqueológicas de Chichén Itzá. Una extraña corriente eléctrica recorrió su espalda. Pocas veces se dejaba guiar por su intuición, y, no obstante, en esta ocasión, decidió hacerle caso y visitar el famoso lugar. « ¿Qué más me da?» pensó, « lo mismo encuentro algo para comer ahí dentro.»
A Juan, las piedras nunca le habían llamado la atención, no entendía su significado. No obstante, aparcó su coche y recorrió el polvoriento camino hasta la entrada de acceso, que no era otra cosa que una destartalada reja con dos sucios puestos de artesanía, donde se habían improvisado unos deteriorados servicios. Bajó del coche, y después de aliviar sus necesidades físicas, decidió comprar el billete de entrada. Aún faltaban dos horas para que cerraran el sitio, pero como no tenía un propósito definido para el viaje, podía tomarse un poco de tiempo para conocer mejor la región y estirar las piernas, así que se dejó llevar por la curiosidad. Recordaba que algunas de sus amistades, nativas de esta zona, le habían hablado con orgullo sobre Chichén Itzá. Juan no sabía nada de los mayas, ni tenía interés alguno sobre el tema. Era un turista más que estaba de paso. Su única intención era llegar a Mérida y conocer la ciudad.
Absorto en sus pensamientos, se preguntaba constantemente cuál era el sentido de su existencia. Mientras avanzaba por un sendero en medio de arbustos, sudando copiosamente por el calor tropical que saturaba sus pulmones y le dificultaba la respiración, cruzó una primera parte del sitio, donde encontró una placa empotrada en una base de piedra, la cual hacía alusión a la aportación arqueológica que, en otros tiempos, efectuaron los Masones. Juan se encogió de hombros, no sabía quiénes eran esos buenos señores, supuso que serían algo parecido al Club de Rotarios o al Club de Leones. Le dio igual, no entendía nada.
Juan siguió por un camino estrecho, delimitado por un largo muro de piedra, por un lado, y por el otro por unos arbustos repletos de puestos de artesanías, que la gente de la localidad ofrecía a los visitantes, impidiéndole con esto que distinguiera lo que había más adelante. Así que avanzó sin saber con que se iba a topar.
Juan iba distraído. Las zonas arqueológicas no le gustaban, le parecía que las piedras estaban acomodadas de manera caprichosa, no conectaba con el lugar, ni entendía la razón de tanto trabajo. «Yo he de estar loco para caminar por aquí, bajo el agobiante calor que hace a esta hora» pensaba. Apenas había avanzado cincuenta metros, y ya se sentía molesto e impaciente. Leyó los folletos informativos de la zona, pero le parecieron escuetos y superficiales. Estaba a punto de dar la vuelta, pensando que todo era una pérdida de tiempo, absorto, cabizbajo y rumiando su mal humor, cuando repentinamente y sin saber cómo, levantó la mirada del suelo, y sintió que se le cortaba la respiración. Había entrado a una gran explanada que se abría frente a él, con todo su esplendor, orgullosa se alzaba ante sus ojos la maravillosa pirámide de Kukulcán.
A Juan le sacudió un escalofrío, una emoción que le colmó hasta las lágrimas. No supo cuánto tiempo estuvo contemplando la belleza de ese monumento. No tenía idea de lo que esta primera impresión le iba a afectar a su vida. Una sensación semejante le había causado a los Itzáes cuando llegaron y vieron por primera vez la pirámide interna que se encontraba debajo de la que estaba contemplando Juan. Para él fue como si un rayo lo hubiera traspasado y lo hubiera soldado al suelo.
Cuando emergió de su trance, se percató de que estaba caminando hacia la salida de la zona arqueológica, ya que era hora de cerrar. No recordaba, si había visitado más templos en Chichén, aunque era seguro que lo hubiera hecho, pero en su mente esa primera impresión se volvería un recuerdo imborrable. Sintió que su vida había dado un giro importante. No sabía qué, pero algo muy dentro le decía que había encontrado una luz, algo que le daría sentido a su existencia. Como todo, sería cuestión de tiempo para desentrañar qué significado tenía el suceso. Se llenó de energía y entusiasmo, canturreando se dirigió hacia donde se empezaba a ocultar el sol, a la ciudad de Mérida.
Juan no lo sabía, pero había iniciado su propio Kinbe, su camino del Sol.
nte el violento recibimiento del custodio de Tollán, el guía principal del grupo, un respetable sacerdote del mismo grado, le saludó:
– Gran Señor Solar de Tollán, recibe mis más profundos respetos. Humildemente pedimos que abras las puertas de la sagrada casa de los Halach Winik’ob, para recibir tu bendición y la de nuestro padre el sol, y así poder continuar nuestro viaje al nuevo mundo, al nuevo asentamiento, el cual debemos encontrar, de acuerdo con nuestras profecías. Aquí tienes mi corazón que es de verdad y la ofrenda de jade de Xibalbá como reconocimiento de mi palabra.
El anciano guardián sonrió. Era el protocolo de un antiguo ritual, presentar los respetos al venerable custodio. Los nuevos hombres finalmente habían llegado, era la gran celebración de Tollán, el ritual del Sol Nuevo.
– Sean ustedes bienvenidos ¡Que se abran las entradas de Tollán! –ordenó el anciano Ah Kin May.
No había puertas, ni murallas, era un mandato espiritual que permitía que la gente pudiera acceder a la sagrada ciudad.
Se fueron sumando cientos de personas a la ceremonia. Era una evocación del principio de los tiempos mayas, cuando los cuatro primeros hombres, hechos con masa de maíz: el rojo, el amarillo, el negro y el blanco, hicieron esa peregrinación hace miles de años.
Cada vez que se cumplía la rueda de katunes, un ciclo de doscientos sesenta años, se daba inicio al 8 Ahau katún. Se llevó a cabo la misma ceremonia, como se hizo la primera vez. Seguían los pasos de esos cuatro primeros ancestros, como manera de darles las gracias por permitirles su origen y su vida; era un reencuentro con su pasado, con sus raíces, la esperada luz del sol nuevo, un acontecimiento simbólico, que significaba la llegada del conocimiento al nuevo mundo.
Según una antigua leyenda, la tierra sufrió un fatal cataclismo, y fue de tal magnitud que hundió a la famosa ciudad que otros conocieron como Aztlán (1). A partir de ese momento, el cielo se cubrió de nubes muy densas, ocultando la luz del sol por mucho tiempo.
Cuando los cuatro ancestros se reunieron en Tollán, rogaron para que se mostrara la faz del sol, y como eran hijos poderosos de Hunab Kú, el Dios único, se los concedió. Ellos como retribución, se comprometieron a llevar la paz y la luz del conocimiento a todos los rincones del planeta. El cielo respondió abriéndose, dando paso al nuevo sol. Fue así como lo habían relatado los ancianos, y para no olvidarse de la promesa de los primeros padres, sus hijos, los Itzáes, realizaban la misma celebración, cada vez que se iniciaba un nuevo ciclo de katunes.
A media noche se dio paso al ritual, bajo la luz de la luna. Con música y danzas, oraban e invocaban a los Ahau, los señores espíritus del viento, del agua, del fuego, y a los protectores de la tierra, pidiendo permiso y protección para alcanzar su cometido. Los cuatro líderes que representaban a los cuatro ancestros, estuvieron orando, rogando claridad y sabiduría, y poniéndose de acuerdo sobre la ruta que cada grupo debería seguir.
Cuando terminaron, el anciano guardián de Tollán habló con fuerza:
– ¡Oídme señores de la noche! ¡Oídme señores de los cuatro vientos y de los cuatro lugares del mundo! ¡Que mi palabra sea llevada a todos los rincones de la tierra, porque hoy los hijos de abajo subimos para traer la luz del nuevo sol! ¡Nosotros, que hemos vencido a nuestras sombras, que hemos perfeccionado nuestras imperfecciones, hoy salimos a la vida con nuestro corazón! ¡Tú, Padre Sol! ¡Tú, que eres la guacamaya de rostro solar, la que nos abrasa con sus plumas rojas y brillantes, danos, como lo hiciste en otro tiempo, la bendición para que nosotros los Halach Winik’ob conquistemos a golpe de guerra, a golpe de nuestros corazones, la nueva tierra! ¡Que suenen las caracolas! ¡Que suenen los tunkules! ¡Que silben las chirimías, que ya salió nuestro padre el sol!
En la explanada principal, los hombres golpearon el suelo con sus lanzas y sus varas, haciendo retumbar la tierra, cimbreando las entrañas de Tollán, para avisar que se había alcanzado un acuerdo sobre las rutas que deberían de seguir. Una fila de mujeres salió bailando, serpenteando alrededor de los danzantes, festejándolos con una danza de poder.
Así se dio inicio al festejo, para cerrar el acuerdo entre la deidad y los hombres, con la promesa de que estos se comprometían a llevar la luz, porque eran señores de honor, eran hombres de palabra, hombres de verdad. Cuando salieron los primeros rayos del alba, todos levantaron sus brazos para darle la bienvenida a la mañana. Se sentían conectados con la vida, en comunión con su pasado y su presente, sus corazones estaban pletóricos de regocijo. La promesa de una nueva tierra, un lugar donde se iniciaría otra etapa, les hacía sentirse exaltados.
Conforme el sol ascendía, su luz fue iluminando un mascarón gigante de piedra, que se encontraba en la entrada del templo mayor de Tollán, que representaba al fuego antiguo. El anciano guardián abrió los brazos, al tiempo que sonaban las caracolas, pidiendo la atención del grupo.
Todos se reunieron en un altar redondo de piedra, con cuatro escalinatas que apuntaban a cada punto cardinal, por las que ascendieron los cuatro líderes “Holones”, quienes a partir de ese momento serían conocidos como, los cabezas de serpiente, los profetas, los jefes que representarían y guiarían a cada uno de los grupos de Halach Winik’ob que se habían congregado. Subieron al altar, donde el anciano de Tollán los esperaba en el centro; se colocaron alrededor de él, luego se unieron sus cuatro mujeres, intercalándose entre cada uno de sus hombres, cerrando un círculo y cogiéndose todos por los antebrazos. Era un momento que los hermanaba eternamente. Sobre cada uno de ellos caía el compromiso de liderar a su grupo. El guardián de Tollán hizo una oración, y luego invocó humildemente a los espíritus de los ancestros, para que les guiasen en tan importante misión. Entregó a cada uno un cetro, asignándoles la autoridad de su grupo. Al terminar se puso frente a la muchedumbre y con voz sonora Pronunció:
– ¡Se ha ocultado el lucero de la mañana! La noche del Itzá ha concluido. Es el momento de que el sol revele nuestro rostro, nosotros, los del corazón de jade, los de ojos de cielo, los que hemos venido de otros tiempos, nos hallamos aquí porque hemos terminado nuestra preparación, nuestro alistamiento. Hoy somos magos, somos brujos poderosos. Busquemos la fuente de nuestro origen. Pero recordad siempre, que seremos tres veces vencidos, nunca más regresaremos a Xibalbá, eso se quedó atrás, se quedó en las oscuras sombras del ayer, donde ya no vamos a encontrar nada. Sigamos la ruta hasta la nueva Tollán. ¡Iniciemos nuestra marcha!
Se escucharon los tambores nuevamente, y así empezaron las despedidas, con la mano izquierda sobre el hombro izquierdo del otro, con un gesto que expresaba su amor y aprecio; mencionaban su nombre secreto y se decían adiós. Era la ceremonia de separación, los señores Itzá habían compartido y superado un sinfín de pruebas de valor, venciendo a la muerte. Se habían ganado el mérito de llevar la luz, y era momento de retirarse porque ese tiempo había terminado.
Se fueron dividiendo los grupos, y sin más, tomaron rumbo a su destino, dando inicio a un viaje sin retorno, como la vida misma.
Así fue como empezó el nuevo ciclo, en la cuenta de su calendario, el ocho Ahau Katún, del nueve Baktún. El año 412 de nuestra era.
Con el corazón latiéndole fuertemente, Sebastián recorría el largo y oscuro pasillo detrás del abad, mientras era escoltado por dos monjes celadores.
Llegaron a la puerta de la Abadía, la cual se abrió de par en par. Dentro había varios frailes y curas reunidos, algunos de la Orden de los Dominicos, y otros más que estaban encargados de parroquias e iglesias, aún era muy de madrugada, y se les veía a todos bastante consternados.
Sebastián estaba asustado, completamente pálido. Empezó a sudar frío « ¡Es la comisión de la santa inquisición!» pensó.
Todos se pusieron alrededor del abad y de Sebastián, mostrando una actitud severa.
El abad los miró con rigor, y con voz grave sentenció:
– Señores, nuestro hermano Fray Diego de Landa, de la Orden Franciscana, ha sido facultado como principal de la Santa Inquisición en Yucatán, y viene desde el monasterio de Izamal a hacer una inspección. He convocado a todos los que tienen parroquias e iglesias cercanas para que les explique lo que va a hacer. –aguardó unos instantes, y carraspeó. Sebastián sentía que le fallarían las piernas en cualquier momento.
– Es para mí imprescindible decirles que van a revisar nuestro trabajo. Hay órdenes de su santidad Pío IV, de confiscar cualquier documento que se considere sedicioso. –Hubo varios rumores entre los asistentes.
Sebastián estaba contrariado, respiraba con dificultad. «¿Vienen por mí o no?» pensaba. Si esa no era la causa de la reunión, ¿qué hacía un fraile de bajo rango entre los jefes del clero de Valladolid? «¿A qué se refiere con documentos sediciosos?» cavilaba.
– Sebastián, el enviado de la inquisición, Fray Diego de Landa, necesitará a un escribano. Requiere que sea bilingüe para traducirle los textos, y le escriba los edictos de sentencia que él irá dictando. Hemos decidido que seas tú. No me vayas a defraudar, eres uno de los más recomendados por nuestros hermanos.
Sebastián inclinó la cabeza, asintiendo humildemente, notando cómo la tensión de su cuerpo se iba aflojando, dejando escapar el aire por la boca, aliviado al escuchar esas palabras.
La quietud de la madrugada fue interrumpida por el ruido de unos carruajes, que llegaban al monasterio. Un grupo de soldados que acompañaba a Fray Diego de Landa, se movilizó rápidamente para custodiar al inquisidor. Cuando la comitiva entró en el patio central del monasterio, se escuchó el resonar de las campanas que anunciaban su llegada. La puerta del carruaje principal se abrió, dando paso a un personaje de figura oscura, enjuta y estirada, de nariz aguileña, ojos juntos, pequeños, astutos y rapaces, que observaban todo con displicencia; miraba de reojo, no dejaba escapar ningún detalle que estuviera al alcance de su vista. Su atuendo era sencillo y mostraba que era de la Orden Franciscana. Su carácter era austero y disciplinado, llevaba al pie de la letra los decretos de su Hermandad, extremadamente riguroso consigo mismo e inflexible con los demás. Él se imponía reglas muy severas, pero con los demás era implacable.
Con grandes zancadas, atravesó el patio que separaba el monasterio y fue directamente hacia la Abadía, donde fue recibido como correspondía a su categoría.
Después de que todos le saludaran, el abad le presentó a su escribano:
– Hermano Landa, éste es Sebastián, su escribano aquí en San Bernardino de Siena.
Landa lo observó con desdén, de arriba abajo. Después miró al abad contrariado, porque era indígena. El abad, adivinando sus pensamientos se apresuró a decir:
– El hermano Sebastián lleva con nosotros ocho años y es de nuestra absoluta confianza. Seguro que puede cumplir con la doble función de ayudarle a traducir los textos bilingües, y realizar algunos dictados. Sé que le será de gran utilidad, es el más apto para esta misión.
– Voy a ser claro, abad. Este monasterio va a ser revisado hasta las entrañas. La traducción de uno de sus códices ha puesto nervioso a Su Santidad el Papa, por eso me han enviado aquí, lo mismo que a Fray Juan de Torquemada en la capital. Mi misión es realizar una evaluación importante de todas las traducciones, porque si es exacto lo que salió de la pluma de uno de los de nuestra orden, podría poner en peligro a la Santa Madre Iglesia.
Todos escucharon inquietos. Tanto el abad como el resto de los presentes se sintieron sacudidos por la amenaza de Fray Diego. Su voz era grave, y daba la impresión que quería pasar a todos por la sierra.
El abad se repuso y aclarando su garganta, señaló:
– Hermano Landa, por favor, aquí no guardamos secretos. Las puertas de este monasterio están abiertas para usted, disponga lo que quiera.
Landa le miró retador y contestó:
– Veamos pues, qué confianza puedo depositar en este escribano, vayamos a inspeccionar su escritorio. El resto, retírense y manténganse cerca. Ya los iré llamando.
Y sin decir más, llamó a dos de sus hombres de seguridad para que le acompañaran.
El abad se sobresaltó ante la arrogancia del inquisidor, y el poco respeto que mostraba con los hermanos de la orden. Más que un franciscano parecía un perro policía listo para atacar.
Llegaron todos al claustro de la biblioteca. Se suponía que estaba cerrado a esa hora, pero la puerta estaba entreabierta. Cuando estaban a punto de entrar, Landa hizo un ademán para que todos se detuvieran y no diera nadie un paso más. Abrió la puerta muy despacio y observó lo que había dentro. Alguien había estado allí recientemente. Aún olía a parafina recién quemada. Entró y revisó los escritorios, y descubrió uno que tenía un códice abierto, la lámpara aún humeaba.
– Parece, hermano Abad –dijo de manera sarcástica– que efectivamente su monasterio sí tiene secretos. ¿Cuál es tu escritorio Sebastián? – demandó Landa.
El joven escribano señaló su sitio con el dedo tembloroso. Estaba junto al que se encontraba analizando Landa.
– ¡Qué curioso! –exclamó pensativo, mirando a Sebastián profundamente.
Habían transcurrido cuatro años, desde que Juan viviera su primera experiencia en Chichén Itzá. No pudiendo llenar el vacío que le dejaba su vida cotidiana en Cancún, el exceso de trabajo y su disipada vida social, se sintió obligado a retirarse con su esposa a la población de Piste, que se encontraba muy cerca de Chichén. Para lograr ese cambio tuvieron que pasar por muchos incidentes e incomodidades.
La gente de Piste, en general, vivía en condiciones muy lamentables, con miseria y pobreza. Era gente maya, que intentaba adaptarse a la influencia abrumadora del descomunal turismo, que todos los días visitaba la zona arqueológica, con el consecuente derroche de dinero e influencia cultural.
En busca de una mejora en sus vidas, la población adquiría los símbolos del progreso moderno, entre ellos la televisión, un medio que trastocaba obtusamente su realidad. Eran personas con escasa o nula educación, con abundancia de costumbres muy antiguas, llenos de sincretismo religioso, y con todo podían ser, de alguna manera, muy bondadosos.
Era muy difícil que la gente de Piste dejara a un lado sus hábitos. No sabían cómo adaptarse a los nuevos cambios, sobre todo a una economía que empezaba a pasar de tener grandes necesidades, a un exceso de recursos mal empleados, con los consecuentes problemas de codicia, envidia y ambición que se iban multiplicando entre ellos.
Por otro lado, el gobierno mexicano ponía mucho interés y dinero para la investigación y trabajos de restauración de las zonas arqueológicas, pero no tomaba en cuenta los aspectos sociales y humanos de la gente de la región, que a fin de cuentas era quien trabajaba en esos proyectos. A pesar de las carencias a diferentes niveles y servicios que se padecían en el lugar, se llevaba a cabo un ambicioso programa turístico-cultural, al que llamarían la Ruta Maya.
Juan tenía una pequeña farmacia, que le había costado todos sus ahorros, obtenidos durante sus años de trabajo en Cancún. Ahora sólo quería vivir tranquilo. Con veintisiete años ya estaba harto de una vida sin mayor significado, empachado de lucha y despilfarro. Su profesión lo era todo para él, porque su vida familiar era un auténtico desastre. En lo que a la sociedad se refería, se sentía incapaz de integrarse, la veía absurda.
Así que, al retirarse a un sitio como ese, se permitía evadirse de su realidad. Teniendo como fondo las pirámides de Chichén Itzá, podía en su tiempo libre, enfrascarse en el estudio de esta apasionante cultura.
Mientras no había clientes en la farmacia, Juan aprovechaba para abrir dos o tres libros de diferentes arqueólogos e investigadores. Iba muy despacio, intentando discernir lo que cada autor opinaba sobre el tema, encontrando que entre ellos no podían ponerse de acuerdo. Absorto y embebido en su lectura, no se percató de la entrada de un joven nativo de la zona. Juan levantó la vista y lo observó: era delgado, tímido, de apariencia amable. Se puso de pie para atenderlo, dejando a un lado los textos. Cuando tomó la receta que le presentaba, el muchacho le solicitó abiertamente, señalando los libros que estaba leyendo.
– ¿Le gusta la cultura Maya?
Juan se sintió intimidado por la pregunta que le hacía un maya sobre su cultura, así que, con una sonrisa, emitió una tímida respuesta.
– Sí, sí, la verdad es que me interesa porque…, creo que, si uno es mexicano, debe conocer su cultura ¿no cree? –comentó un poco incómodo.
– ¿De dónde es usted? – interrogó el joven.
– Bueno, nací en el estado de Guerrero, pero la verdad es que viví muy poco allí –contestó Juan.
– Nosotros no nos consideramos mexicanos –le contestó con una sonrisa –. Nos consideramos mayas. Política y geográficamente somos mexicanos, pero nos sentimos más de nuestra tierra.
Después de decir esto, se quedó mirando a Juan, y aunque sus palabras habían sido firmes, seguía manifestándose cortés tras su afirmación, que encerraba muchas más cosas de las que Juan, aún sorprendido, podía percibir.
– Sí, no entiendo mucho de eso, pero me imagino que es así… Cuando viví en Isla Mujeres, un día que tocaban el himno nacional, un oficial, dirigiéndose a dos hombres de allí, les preguntó por qué no se ponían de pie, les demandó ¿acaso no eran mexicanos? Ellos respondieron que no, que eran de Valladolid. Los demás no dejamos de reírnos por lo curioso de la petición y lo absurdo de la respuesta. En ese momento yo pensaba que la contestación era por el desconocimiento sobre la política de México. Ahora me doy cuenta de que tenía otro sentido.
El joven sonrió. Se daba cuenta de que Juan quería ser simpático y romper el hielo. En su nerviosismo lo estaba haciendo fatal. No obstante, dando un paso hacia adelante, le tendió la mano.
– Me llamo Alfonso, pero todos me dicen Poncho.
– Yo soy Juan –afirmó extendiendo su mano a la vez.
Poncho le miró profundamente, con esos pequeños ojos negros mayas, y le hizo una propuesta:
– ¿Le gustaría hacer un recorrido por Chichén? Le llevaré a un sitio diferente, por el que no pasan los turistas.
La propuesta directa de Poncho sorprendió a Juan, que apenas alcanzó a decir estupefacto.
– ¡Claro que sí! ¿Cuándo?
Poncho lo vio entusiasmado y propuso:
– Ya le avisaré. Quiero que nos acompañe Don Ponchito. Él nos llevará a través de la selva. Se despidió y salió rápidamente de la farmacia.
Juan se quedó sorprendido. El chico se llamaba Poncho y el otro se llamaba Don Ponchito « ¿Es broma? ¿Será su padre?», pensó.
No entendía lo que acababa de pasar. Tampoco sabía el motivo de esa invitación, pero le emocionaba visitar Chichén por una vía diferente a la que asistían los turistas. Así que se alegró. No sabía lo que suponía lo sucedido y, en medio de su alegría, sintió un cierto temor. Aquél era un joven al que no conocía de nada y al que, al parecer, no le hacían gracia los mexicanos, y, no obstante, le había invitado a dar un paseo en medio de una zona de Chichén desconocida para él.
Juan pensó que todavía no era muy conocido en el poblado, ni tampoco iba a interesar lo que pudiera ocurrirle a un médico mexicano, que vendía medicinas, y que apenas salía de su negocio.
Esa noche Juan tuvo un sueño. Se veía en mitad de la selva caminando. Sentía tras de sí una mirada penetrante que le vigilaba. Un escalofrío recorrió su columna, pero siguió avanzando. De repente lo vio: era un jaguar negro, que no dejaba de observarle de manera inquisitiva e intensa. Impresionado, empezó a caminar cada vez más rápido, lleno de temor, tratando de alejarse. Se dio cuenta de que caminaba en círculos alrededor del felino sin poder evadirse.
Al día siguiente, Juan se levantó sudando y cansado por la tremenda noche. La cabeza le daba vueltas. Muy temprano abrió la pequeña y destartalada farmacia. El primero que entró al negocio fue Poncho, con su sonrisa y mirada serena. Amablemente le comentó:
– Buenos días Juan, ya hablé con Don Ponchito. Nos espera mañana a las ocho, en la entrada Sur de Chichén.
– ¿Eh? Ah, sí, sí… está bien. Pero no sé llegar a la entrada Sur.
– Es por la Hacienda, pero…, bueno, si no la conoce, yo paso a por usted a las siete y media, ¿le parece?
– Bien. Gracias Poncho, nos vemos mañana.
Poncho se retiró sin más, con la misma suavidad con la que había entrado.
Juan estaba preocupado, pensando en el significado de su sueño y la visita a Chichén. Cuando miró el reloj, se dio cuenta de que había abierto media hora antes de lo previsto, y Poncho había aparecido, como si hubiera sabido que iría más temprano: se sorprendió, pero se justificó. «Te estás volviendo loco, seguro que pasaba por aquí, y por casualidad estaba abriendo la farmacia. ¡Tonterías mías!» Pero el corazón le dio un vuelco, al recordar la mirada del jaguar negro que le había acechado en sus sueños.
Al día siguiente, por la mañana muy temprano, Juan ya estaba listo y despierto, así que tomó una moderna cámara réflex, y unos cuantos carretes. A las siete y media salió a la calle, y vio a Poncho cruzando la acera para encontrase con él.
Al llegar se saludaron cordialmente, y se encaminaron a la entrada Sur de Chichén Itzá. Juan buscó conversación con Poncho. Le ilusionaba la idea de poder conocer algunas cosas personales de él y de su familia.
El plan de Juan era investigar, saciar su curiosidad, indagar y verificar lo que estudiaba, pero en el fondo quería descubrir el gran secreto de los mayas. Ese sería, a fin de cuentas, el gran misterio que le revelaría la verdadera razón de porqué estamos en este mundo, o por lo menos eso era lo que él creía que iba a ocurrir.
Cuando llegaron, Juan se encontró con un hombre mayor, muy humilde, de muy baja estatura, encorvado; un auténtico maya con miles de arrugas, y una edad incalculable, que vestía de blanco como los indígenas de antes; llevaba un sombrero de paja muy viejo y roto, usaba un palo sucio para apoyarse, pero se mostraba amable, aunque con reticencias. No hablaba español, sólo se expresaba en lengua maya.
Juan se imaginó que, si existía un Don Juan para Carlos Castaneda, podía existir un Don Ponchito para Juan, pero Carlos tuvo mucha paciencia para recibir el conocimiento, al contrario que Juan, que estaba ansioso por descubrir la verdad de los mayas. No obstante, y en contra de lo que hubiera deseado, Don Ponchito y Poncho se pasaron la mayor parte del recorrido hablando en maya.
A Juan le reconfortó el paseo. Sentía el frescor de la mañana, era muy estimulante caminar a esa hora por el monte. Se respiraba una sensación de paz, una armonía entre lo verde y el azul del cielo, así como el canto de los pájaros y el olor a humedad de la selva yucateca.
Juan aún no había hecho ninguna foto. Estaba más preocupado por las venenosas serpientes nauyacas, y las víboras de cascabel, ya que una mordida de alguna de ellas podía ser fatal. Don Ponchito y Poncho caminaban, muy confiados, como si no les importara eso.
Hubo un momento en el que Juan dudó. «¿Qué estoy haciendo aquí?», se cuestionó así mismo, mientras su mente se llenaba de recuerdos, de preocupaciones y absurdos pensamientos. Caminando en silencio se sentía irracional. No era el silencio lo que le inquietaba, sino que aparentemente no se le estuviera tomando en cuenta.
Como si Poncho le hubiera leído el pensamiento, giró y le cuestionó:
– ¿Qué tal, está todo bien?
Juan sonriendo respondió:
– Sí, perfecto –mintió.
Poncho inició una charla con Juan para animarlo.
– Don Ponchito es un hombre muy especial. Unos científicos japoneses le extrajeron sangre con el fin de analizarla, y el resultado fue sorprendente. Hay muy poca gente que tenga una sangre maya tan pura como la de él.
Poncho le habló muy amablemente, sin dar importancia a cómo podía sentirse Juan, ni a la cara de escepticismo que le había causado su afirmación.
– Ponchito es hombre y mujer a la vez. –añadió Poncho como si nada.
– ¿Cómo? –Juan parecía no haber entendido.
– Sí, que tiene los dos sexos.
– ¿Es homosexual?
– ¡No, no!, usted es médico ¿verdad? Él tiene pene y vagina a la vez, ¿entiende?
– ¡Ah, es hermafrodita! –concluyó Juan arqueando las cejas.
– Eso es, nunca se ha casado. Pese a todo, sabe muchas cosas de la vida.
Don Ponchito se detuvo y en medio de un montículo de piedra empezó a dar su explicación, dándole tiempo a Poncho para que se la tradujera a Juan.
– Es un montículo arqueológico. Pero si mira esa piedra, verá que tiene una serpiente en relieve. –señaló Poncho a una roca que sobresalía entre los escombros.
Juan se puso a tomar fotos de todo lo que le iban mostrando, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que le explicaban.
Estuvieron caminando durante algo más de tres horas. El sol rebasaba el mediodía y el calor empezaba a agotar a Juan, que sudaba copiosamente, pero ni a Poncho ni al anciano parecía que el calor les afectara. Los mosquitos igualmente estaban haciendo de las suyas con Juan, porque era el único que padecía los picotazos.
Después de varias explicaciones sobre piedras y montículos, Juan no descubrió nada que una guía turística no pudiese explicar. No obtuvo ninguna información que le resultase trascendente. A pesar de todo, los dos mayas estaban satisfechos, daban la impresión de haber disfrutado de todo un día hablando en su lengua y visitando la tierra de sus ancestros. Para Juan resultó un poco frustrante. Más de las tres cuartas partes de lo que habían comentado no lo había entendido, y consideraba que lo único que había aprendido en todo el viaje, era una nueva ruta de entrada.
Antes de despedirse, Poncho le pidió a Juan dinero para retribuir a Don Ponchito, por haberlos guiado a través de la selva. Juan se sintió decepcionado porque no esperaba que ese paseo tuviese un precio. Él había pensado que se trataba de una excursión de amigos, en ningún momento le comentaron que había un canon añadido. No obstante, su sentido común le sugirió que era mejor contribuir con lo que se le pedía. Y así lo hizo. Cuando Juan puso su parte, Poncho insistió en ir a casa de Don Ponchito. Juan ya estaba reticente, sentía que ya había perdido bastante tiempo, pero su frustración quedó ahogada ante la abrumadora insistencia de Poncho.
Llegaron a una derruida casa de palos, con paja por techo. Eran las llamadas “palapas”. Construida en una pequeña colina, no tenía muebles. Todo en ella era muy pobre. Sólo había una hamaca sucia para sentarse, situada en una esquina de manera improvisada, y que al parecer llevaba toda una eternidad en ese sitio. Había un pequeño comal para calentar la comida, nada excepcional, como otras tantas casas de la región. Era la forma de vida de esa gente.
Don Ponchito, amable y humildemente, le ofreció a Juan la hamaca. Poncho sin pensarlo se sentó, haciéndole un espacio a Juan, que se acopló con dificultad, no sin sentir un poco de grima por la suciedad.
Don Ponchito esperaba que le preguntaran algo. Poncho le comentó a Juan si estaba interesado en saber algo en concreto. Esto sorprendió a Juan, que no sabía en el fondo qué estaban haciendo allí, ante un anciano maya que no era ni un chamán, ni un curandero, así que estaba desconcertado. Con todo, lo primero que le vino a la cabeza fue preguntarle sobre la forma de vida de Don Ponchito. Éste sonrió y empezó a contarle su rutina, y repentinamente, saltó a un tema que fue de lo más sorprendente: empezó a explicar que él normalmente tenía una vida tranquila, excepto en las noches en que venían los Aluxes a inquietarlo.
– ¿Quiénes son esos? – interrogó Juan
Los dos Ponchos se quedaron mirándole a los ojos. No entendían que alguien que tuviera un mínimo interés en la cultura maya, no supieran a que se refería cuando se hablaba de Aluxes.
Poncho le pidió a Don Ponchito en maya que le explicara algo sobre ellos.
Sonriendo, Don Ponchito comenzó a gesticular y hablar rápidamente en maya. Dibujó un círculo sobre el suelo, y escribió una serie de símbolos. Eran muy interesantes, inclusive para Poncho, que estaba muy concentrado en lo que explicaba. Juan le pidió que le dijera lo que estaba pasando. Poncho, con los ojos muy abiertos y expectantes, trataba de entender lo que Don Ponchito les transmitía. Parecía estar en un tipo de trance, hablando con alguien invisible, como si estuviese conectando con una fuerza poderosa. Ambos estaban sorprendidos mirándolo, Juan cada vez más confuso. La sensación que tenía en ese momento era que el tiempo se había detenido. Cuando finalmente Don Ponchito terminó su explicación, le hizo un ademán a Poncho para que se lo tradujese todo a Juan.
Consternado, Poncho miró a Juan.
– Mire, esto que le voy a decir no es fácil de entender. Lo más sorprendente de todo es que ni siquiera yo he entendido muchas cosas. Este hombre me ha hablado en un maya muy antiguo. ¡Y mira que conozco bien esta lengua! Pero aquí ha pasado algo y no sé lo que es. Nunca había escuchado antes nada así. Tiene que prometerme que no se lo va a comentar a nadie.
– Te lo prometo, pero dime, ¿qué ha pasado? No me entero de nada, ¿qué dijo?
La mayoría de las grandes ciudades mayas habían sido abandonadas. Fue como si todos hubieran desaparecido con la llamada de la selva: hombres, mujeres y niños salieron de sus hogares dejando atrás viviendas, utensilios y alimentos, cogiendo únicamente lo más indispensable.
Cada cincuenta y dos años, se celebraba un ancestral rito llamado del fuego nuevo, pero en esta ocasión coincidía con el ocho Ahau Katún, que era una fecha aciaga, la señal de empezar una nueva vida.
Aunque los grupos mayas de esa zona eran diferentes a los Itzaes, todos sabían que ésta era una época de cambio, y según una hereditaria profecía, en este período tenían que dejar sus tierras y empezar todo de nuevo, porque de no hacerlo sus vidas caerían en desgracia.
El ritual del fuego nuevo, consistía, usualmente, en romper todos sus utensilios y elaborar otros; las ciudades eran reconstruidas, e incluso algunos de los centros ceremoniales más importantes, quedaban cubiertos por otros que eran construidos encima.
En esta ocasión tenían que cambiar de geografía. Por eso la gran mayoría de grupos mayas de la región del Petén, habían acudido al llamado de los Itzaes. Algunos los siguieron, pero otros tomaron sus propios caminos. Lo cierto es que lo abandonaron todo, dejándolo sin más. Las ciudades fueron totalmente desalojadas, dando la apariencia de que la gente hubiera desaparecido de sus hogares. Los mayas de esas zonas del Petén, salieron sin mirar atrás, en búsqueda de la nueva tierra prometida, en donde encontrarán la nueva casa del sol.
Tollán había quedado en silencio, y cada uno de los líderes había tomado el rumbo que le correspondía; los hombres blancos se fueron al Norte de México, y fueron nombrados como Toltecas; al Sur les tocó a los llamados hombres amarillos, conocidos como los originarios descendientes de los primeros Incas. Al Este se dirigieron los hombres negros, que serían reconocidos como los descendientes de los primeros Olmecas, y al Oeste avanzaron los hombres rojos, los Itzaes, los brujos del agua.
Todos buscarían las tierras de sus ancestros, donde habían vivido los primeros cuatro hombres, y siguiendo sus pasos recomenzarían un nuevo orden.
Dividirse y tomar los cuatro caminos, era un precepto que estaba escrito en sus códices sagrados, y lo harían de la misma forma que lo habían hecho las cuatro razas primitivas, de los cuatro colores fundamentales, como se hizo la primera vez, para poblar al mundo.
Los libros sagrados decían que esos cuatro primeros hombres, eran hombres santos, grandes pensadores. Tenían el conocimiento divino, y vinieron al mundo a sustituir a los últimos hombres prehistóricos, que se estaban extinguiendo. El ritual que habían realizado los de Xibalbá, alegorizaba ese momento.
En las leyendas que se contaban en los pueblos, se hablaba de una época muy remota, cuando la destrucción de Aztlán dejó dividida a la tierra. La raza de los gigantes, los hombres azules que vivían en ese tiempo, agonizaban también. Con los cambios planetarios se transformó la vida, y era muy difícil para ellos adaptarse. Los hombres que surgieron posteriormente, eran el resultado de la evolución de seres primitivos, predominantemente instintivos, más parecidos a las bestias, pero con mejor capacidad de adaptación. Con la magia de los abuelos de Aztlán, los últimos gigantes, se hicieron mezclas entre los hombres azules y los hombres bestias, engendrando a esos cuatro nuevos hombres y a sus cuatro bellas mujeres, y así fue puesta en ellos la fuerza de ese hombre primordial, y la sabiduría de los abuelos. Todo eso se preparó antes de que Aztlán sucumbiera.
Los abuelos de Aztlán sabían que algún día, todo su mundo desaparecería, y habían previsto que la mezcla de estas cuatro razas daría origen a otros nuevos hombres y mujeres, para que el linaje de Aztlán continuara a pesar de los cambios. La amalgama que resultase de las cuatro razas, tendría que dar origen a un nuevo hombre, más adaptado, más resistente. Así fue como lo legaron los abuelos, los gigantes de Aztlán, porque así era como debería ser y estaba escrito.
Por lo tanto, para que se cumpliera con la encomienda de los abuelos, se deberían efectuar las ordenanzas sagradas, porque los hombres actuales aún no eran perfectos. Tenían muchos defectos en su mente animal, y había que erradicar a la bestia que tenían dentro, y vencer sus impulsos descontrolados que podrían ser destructivos para la nueva raza.
Los escritos establecían que se debería formar esa nueva raza fundamental. Era inevitable, porque de esa manera podría prevalecer la unidad y el orden. Era bueno para la vida en este plano de consciencia, de forma que así se reorganizarían las energías del planeta. Dentro de ese caos renovador, se engendraría un nuevo orden natural que daría paso a otro nuevo caos, con la repetición indefinida de los ciclos, como sucedía en el universo. Así mismo el hombre sabio también debía perfeccionarse, y eso era conocido como el tiempo de los tiempos mayas. El tiempo en que todo sucedería, y los hombres de Xibalbá, lo sabían.
El jefe de los Itzaes, el hombre rojo, cabeza de serpiente, era quien encabezaba la marcha de su grupo. Un tambor les acompañaba y les daba dirección para que nadie se perdiera. Fueron alejándose de Tollán hasta perderse en medio de la selva.
La vieja ciudad del nacimiento del Sol, tendría que esperar a que llegara un nuevo ciclo de hombres verdaderos, y sólo entonces, volvería a brillar el linaje de los hombres bellos en esa sagrada ciudad. Ahora quedaba oculta en las entrañas de la selva del Petén.
Pero nadie sabía, verdaderamente, cuál era el destino de los mayas, dónde acabaría su tiempo y su saber.
Estos hombres que llegaron al sur de la Península de Yucatán, vivirían una de las experiencias más importantes, dolorosas y sorprendentes de la vida precolombina.
Esa mañana, el monasterio de Valladolid se volvió un hervidero de gente y de soldados. Todos los monjes fueron enclaustrados bajo llave. Algunos de los militares se ubicaron en los puestos clave. La biblioteca fue la primera en ser investigada. La rutina del monasterio se había roto. Sebastián, que estaba tan desconcertado como el abad, se mantenía cerca de Fray Diego de Landa, quien le increpaba preguntándole por sus compañeros y los trabajos de cada uno de ellos. El joven le contestaba con la boca seca por los nervios, tratando de responder lo mejor que podía.
La mayoría de los códices fueron separados. Los escribanos del inquisidor Landa iban consultando notas y revisando códices. No paraban de preguntar a Sebastián sobre cualquier cosa que encontraban.
Pasaban las diez de la mañana, cuando Fray Diego se dio por satisfecho con esa primera inspección. Era consciente de que, si quería obtener respuestas, tendría que ser rápido y directo, no dando tiempo a que algo o alguien escapasen de ser revisados.
Estaba excitado y se sentía orgulloso de su habilidad e inteligencia. Sabía que la misión que le había encargado el Santo Oficio era importante, y aunque no le comunicaron qué contenía el texto, ni de qué trataba el códice, puso en su tarea mucho interés, sabiendo que, si todo salía bien, obtendría el ascenso al obispado.
En su fuero interno, sabía que iba a descubrir rápidamente los secretos más profundos del manuscrito. Confiaba en el temor que causaba su agudeza e inteligencia.
El interés de Landa era llegar a obtener el control total del clero en Yucatán. Dominicos y franciscanos habían estado en pugna por el reparto de las misiones y el control de la Iglesia en la península. Al final, fueron los franciscanos los que se quedaron con la mayor adjudicación y dominio, tanto de las propiedades de la iglesia, como de la autoridad de las congregaciones.
En un principio, los dominicos se habían quedado disconformes, pero al saber que los franciscanos estaban sometidos a la presión del Vaticano, por las conjuras, sospechas y temores que circulaban entre los componentes de las diferentes hermandades, se sintieron complacidos de que no fueran ellos los que estuvieran en el principal punto de mira de la Inquisición.
La Orden de los Dominicos aprovechaba bien la situación. Estaban seguros de que al final saldrían beneficiados, sabían que el inquisidor Landa era tan intolerante consigo mismo, como lo era con los de su propia orden. Aun así, tenían que ir con mucha prudencia, porque el poder de los inquisidores era aplastante, sobre todo con Landa a la cabeza.
Actuando por sorpresa, y sin previo aviso, Landa iría inspeccionando las congregaciones, parroquias e iglesias, dando la apariencia de que era una intervención de rutina.
Inquieto por cómo se desarrollaban los acontecimientos, el abad trató de interceder por los suyos:
– Hermano Landa, estoy tan contrariado como usted; si hay alguien que verdaderamente esté realizando algo sospechoso, no creo que alcance a toda nuestra comunidad. Somos muy disciplinados y mantenemos entre nosotros un contacto muy estrecho. Por favor, permita que los demás monjes continúen con sus actividades y los trabajos para nuestro Señor.
– ¿Le parece a usted que los estoy contrariando? – interpeló con una sonrisa suspicaz–. Vamos a dejar que sigan su trabajo desde sus celdas.
Que nadie salga y que les envíen sus alimentos allí. Estoy seguro de que, en cuanto terminemos, podrán regresar a sus actividades. – Landa disfrutaba del poder que poseía, lo sentía correr por sus venas. Su despotismo era tal que hacía que los demás se sintieran incómodos–. ¡Ah! Hermano abad, ahora por favor, le agradecería que me dejara pensar qué vamos a hacer con este asunto –le ordenó sin dignarse a mirarle–. Ciertamente, tenía usted razón, ahora que lo pienso mejor, Sebastián me está siendo de mucha utilidad. Vaya a avisar a su comunidad sobre lo que necesito que hagan –dirigiéndose a uno de sus guardias personales y a uno de los frailes de la Inquisición, les ordenó –: ¡Acompañen al hermano abad!
El abad se sintió enfadado y ofendido por la acritud de Landa, y por lo que pudiera haber descubierto. Los tres primeros días en el monasterio fueron de una intensa inspección.
La biblioteca fue escrutada a fondo. Todo el equipo de Landa rebuscaba como sabuesos cualquier cosa que estuviera fuera de su lugar.
El trabajo fue impertinente. Se escarbó entre los códices, con el fin de encontrar algo sospechoso, algo revelador que pudiera ser peligroso para la Iglesia. Se recabaron diversos documentos, los cuales se prepararon para ser inspeccionados en el monasterio de Izamal, donde residía Landa.
La mayoría de los documentos contenían información sobre los usos y costumbres de la gente maya, sus antiguas tradiciones, pero nada significativo que pudiese causar alarma. Ante la duda y la frustración, Landa ordenó que todos los códices y manuscritos se mantuvieran a buen recaudo, y que los frailes pudieran regresar a sus actividades.
Tres días después de tan intensa investigación, casi sin descansar, se retiró a los aposentos que habían sido destinados para él.
Sebastián estaba agotado e inquieto, porque era indudable que investigarían en el interior de las celdas. Sí la suya era inspeccionada, encontrarían sus textos y seguro que acabaría en la hoguera. En ese caso, todo el trabajo de su mentor se perdería para siempre.
Se sentó en un rincón, sobre el duro suelo de la biblioteca, cerró los ojos y descansó para aclarar su mente, y pensar cómo podía rescatar sus papeles.
Después de tres horas de descanso y de haber tomado algún bocado, Fray Diego se encaminó a las celdas para revisarlas todas. Cuando estaba cerca de la celda de Sebastián, lo mandó traer. Antes de que llegara ante su presencia, lo interpeló:
–Hermano Sebastián, veo que gozas de la absoluta confianza del abad. No obstante, nuestro misterioso y sospechoso personaje se sienta junto a ti. Es curioso, ya que hemos interrogado a ese hermano y hemos concluido que está limpio. Por lo tanto, el único sospechoso que me queda eres tú. Así que la clave de lo que busco la debes de tener tú, ¿verdad? Vamos pues, a inspeccionar a fondo tu celda.
Sebastián se puso pálido. No sabía qué decir y antes de que pudiera argumentar nada, su celda fue abierta. Los vigilantes de Landa entraron husmeando en ella, removiendo lo poco que había, pero no encontraron nada.
Landa ordenó a todos que salieran. Desde la entrada miró detenidamente cada uno de los rincones; repentinamente observó una pequeña mancha cerca de la mesita que parecía tinta. Sonrió para sus adentros.
– Sebastián, ¿estás seguro de que no tienes nada que decirme?
El corazón de Sebastián dio un vuelco. «Algo ha descubierto, pero ¿cómo es posible? No hay nada raro en la celda», pensó.
Sebastián estaba angustiado, si aceptaba su culpa, iría a la hoguera y si no, le torturarían. «¡Que Dios haga un milagro, un gran milagro!», pensaba.
Así que, mirando directamente a Fray Diego de Landa, le dijo lo mejor que pudo:
– ¿Quiere usted que le diga la verdad?
Fray Diego de Landa le miró directamente a los ojos, escrutándolo profundamente, al tiempo que asentía levemente esperando la respuesta. Landa dentro de sí se regodeaba de su victoria, gozaba con su astucia, pensaba que podía conseguir lo que quisiera, así que esperó ansioso.
– La verdad, mi señor, es que… no, no tengo nada que decirle, ni nada que ocultarle.
Landa se quedó absorto unos instantes, como no entendiendo lo que estaba escuchando. Esperaba la respuesta que le daría la clave, la gran solución que le llevaría directamente a la cúpula de la Santa Sede, para recibir la distinción de obispo, donde creía que debería estar, después de sus casi treinta años de trabajo continuado en Yucatán. Pese a todo, estaba ahí, de pie, junto a un necio fraile indígena, que con una simple respuesta le vetaba las puertas a un futuro glorioso. Segundos antes estaba seguro de que iba a confesar. Estaba claro, pensaba Landa: el fraile era culpable. Su reacción no se hizo esperar, y lleno de cólera miró a Sebastián de forma fría y a la vez humillante.
Entró en la celda y se inclinó para tocar la mancha de tinta ya seca. Miraba alternativamente a Sebastián, después girando lentamente sobre sí mismo fue acercándose a la pared. El corazón de Sebastián latía fuertemente. Landa empezó a tocar los rústicos ladrillos hasta que notó que uno estaba flojo, lo movió y éste cedió ¡Era falso! Sonrió victorioso.
En ese momento llegaba el abad con un comunicado urgente para Fray Diego. Sin notar su presencia Landa increpó a Sebastián:
– ¡Yo creo que sí, que algo me estás ocultando y lo voy a descubrir en este preciso instante!
Tiró con fuerza del ladrillo, dejando un hueco en la pared. Metió la mano y se quedó sorprendido.
Dos horas más tarde, en casa de Don Ponchito, Juan intentaba entender lo que pasaba, ante los vagos intentos que Poncho hacía para traducir lo que el anciano maya decía. Era tanta la información que salía de la boca del viejo, que no le daba tiempo a Poncho explicar todas las ideas juntas, y transmitirlas claramente a Juan.
Lo único que se pudo esclarecer, es que los Aluxes visitaban a quien ellos mismos escogían, que eran como duendes pequeños, que existían realmente, aunque era una cuestión antigua y misteriosa. Al parecer, algunas personas decían que todavía seguían manifestándose en sus casas, para hacer travesuras.
– No eran duendes y de alguna forma sí, eran como viento, y su misión, al parecer, era cuidar de las pirámides –decía Don Ponchito, afirmando que todas las noches venían a visitarlo.
El tema de los Aluxes para algunos actuales mayas, era algo perverso e inclusive diabólico. Era un asunto que la gente de la región quería olvidar. Las nuevas influencias religiosas propiciaban su desaparición. Todos decían que si aparecía algún Alux en su camino podía enfermarlos, por lo que se las ingeniaban para matarlos. Don Ponchito negó categóricamente que fueran seres malos o perversos. Traviesos sí, pero ingenuos y no malintencionados. La enfermedad que causaban a las personas que los veían, eran generadas por ellas mismas, ya que aparecían como un espejo de sus peores temores, y el temor al encontrarse a sí mismos les asustaba, produciendo una reacción muy fuerte que los enfermaba.
– A ver, acláramelo más despacio, ¿los Aluxes son enanos, duendes o qué?
– No, no. Mire, para que lo entienda bien vamos a visitar a Don Domingo, que es un X’men, seguro que él nos lo explicará mejor.
Poncho no le había dicho lo verdaderamente importante, lo omitió y distrajo a Juan proponiéndole hacer otra visita.
Al final, Juan estaba aturdido. No supo el propósito real de la visita a Chichén, no se había enterado muy bien de la existencia de esos duendes a los que querían matar, y lo peor, no sabía a ciencia cierta que era un X’men. Se sentía ridículo con su aparente ignorancia, y decidió esperar una mejor oportunidad para volver a preguntar.
Después de cuatro días, Poncho se presentó nuevamente en la farmacia, y saludó a Juan más cordialmente que nunca.
– ¿Qué, ha estudiado sobre los mayas?
– Bueno, pues estoy liado con eso de las fechas y los calendarios, no entiendo nada. ¿Por qué tanta obsesión con el tiempo? –cuestionó Juan.
– ¿Por qué lo pregunta?
Juan soltó una larga y confusa arenga, llena de palabrería acerca de fechas, contabilidades, calendarios, de tal forma que mareó al mismo Poncho, quien pensó que se había topado con un intelectualoide, al que por más explicaciones que se le dieran, siempre lo seguiría liando todo.
Sin más, lo detuvo diciendo:
– Doctor, si quiere le puedo presentar a uno de los arqueólogos, jefe de la zona arqueológica, para que le saque de dudas. Seguro que se lo explicará mejor. Él también es extranjero.
Juan se quedó sorprendido, lo único que acertó a decir fue:
–Me parece bien.
Eso, más que un descanso fue una preocupación para Juan, porque cayó en cuenta que, para poder hacer preguntas interesantes a los arqueólogos, tendría que saber qué preguntar, lo que le obligaba a ponerse a estudiar los calendarios más a fondo, de otra forma haría el ridículo, cosa que le inquietaba sobremanera.
– ¿Cuándo vamos a visitar al señor de los Aluxes? – Consultó Juan a Poncho.
– ¿A quién?
– Sí, hombre, al tipo este que me dijiste que podía explicarme mejor todo esto de los Aluxes.
– ¡Ah! ¿Don Domingo? Pues ya veremos, está un poco enfermo… Si quiere, ahora que lo pienso, lo que podemos hacer es que usted le haga una visita médica, y, ahí mismo le preguntamos. Como quien no quiere la cosa.
Juan se sintió contrariado. «¿Por qué Poncho le ofrecía algo para tapar sus verdaderas intenciones? Tendrían que acudir allí para una cosa, porque en el fondo lo único que interesaba era una respuesta.» Pensaba y cuestionó:
– ¿Por qué no se lo preguntamos directamente?
Poncho se le quedó mirando, y le respondió lo más sinceramente posible.
– Mire Juan, la gente de por aquí no cuenta sus cosas, y menos a los “waches”, o sea a los forasteros. Primero, porque tienen miedo a ser tomados por locos, y segundo porque la gente de fuera no nos entiende. No son como usted, que se interesa por saber de nuestra cultura, y al menos intenta investigar a través de los libros. La mayoría de la gente sólo quiere conocer alguna cosa de nosotros, algo que les haga pasar el rato y les ayude a olvidar sus problemas. También están los que dicen que estamos locos y buscan divertirse con ello, o simplemente, para satisfacer su curiosidad, y presumir con unas copas de más de alguna anécdota curiosa mezclada con alguna mentira, o para calumniarnos diciendo que somos unos salvajes sacrificadores de gente. En fin, que en definitiva no nos toman en serio. Para nosotros esto es algo muy importante y veraz. La gente de por aquí desde hace muchos años, alrededor de 1930, han estado ayudando a los waches arqueólogos, investigadores, estudiosos y demás ¿y estos qué nos han devuelto? Nada, una historia que no es nuestra, y que no le devuelve la dignidad al maya de este tiempo.
Por eso los hombres y mujeres de la región, guardan muy bien sus secretos. Algunos no saben qué importancia pueden tener estos, pero los siguen manteniendo como antaño, así como sus costumbres. Por esa razón vamos con tiento. Esto que te he dicho no se lo había comentado a nadie, y no sé por qué te lo estoy explicando a ti. Pareces buena persona, así que vamos a hacerlo como te digo, para que la gente te conozca y vea que no tienes malas intenciones ¿Te parece?
Juan se quedó satisfecho con la respuesta, y aceptó visitar a Don Domingo al día siguiente, para que les explicara lo de los Aluxes.
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