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Kinbe primeros capitulos

Primeros Capítulos de la Novela

¿Qué poderoso secreto ha ocultado la enigmática cultura maya? La cual ha cautivado al mundo entero. Nos ha dejado indicios de su capacidad de trascender al tiempo y al espacio… y ahora este misterio será revelado a través de esta novela.

The Night of the Itzaes

On a dark night, covered by stars and lit by a shower of fleeting lights that crossed the firmament, illuminating the eyes and wrinkles of an old Mayan man. He was the Chilám, wise priest-prophet and timekeeper, who was searching the darkness, looking for the signal, one that coincided with the planetary alignment that could be seen above, and that would indicate the precise moment of the change of period. It would be at that precise moment that the new count of his ritual calendar would begin. Behind his back weighed the burden of an entire lineage of Halach Winic, true men, who accompanied him expectantly, hundreds of these dressed as warriors, standing and covering an entire esplanade, waiting for the beginning of the event.


All the prophecies had been fulfilled. The Chilám waited patiently, without rushing anything, without altering any event, thus avoiding disharmonizing life and the universe. He knew that his word had the power to disturb time and the elements of nature, so he simply patiently observed the celestial vault full of luminaries. At that moment something surprising happened; before the eyes of all those present, in response, two fleeting lights passed, which collided in the air in the presence of everyone. It was unusual for two meteors to coincide at a certain point within reach of those present. For the old man, it was a more than sufficient sign to give way to the new time. He raised his right hand, giving the order for the musicians to blow their seashells, which resounded in the distance, thus welcoming the beginning of the new katún.


The sonorous resonance of the wind instruments roared deeply, shaking every corner of the Petén jungle, disturbing the nocturnal beasts and every being that was nearby. After a few moments, the music stopped, and everything fell silent, leaving a great expectation. The air felt dense, and there was no animal or bird that produced noise for several kilometers around. It was as if the living beings of that place understood what was happening.


This is how the new era began. These were the magnificent moments for these Mayans, known as Itzaes, the water witches. They were so connected to their land that they felt as if energy cords were coming out of their bodies, connecting them with the depths of the jungle. It was perhaps the emotion that the deep vibration of the shells had produced in them.


It was as if the unique and creative verb of life had been evoked, leaving the sensation that time had been suspended. Unexpectedly, the sky cleared, giving way to dawn, turning some thin clouds red and announcing the sunrise.


Las vigorosas percusiones de los tunkules y zacatánes, tambores hechos con troncos y pieles, se escucharon como surgidos desde el fondo de la selva, saludando al amanecer, y contestando a la señal de las caracolas que los acompañaron de fondo. El sonido de los tambores retumbaba con un hondo eco, llegando a las remotas profundidades de las siete cuevas de 


  Xibalbá, la casa que hasta hoy había sido de los Itzaes. Todos los pueblos de esa jungla y de otras ciudades cercanas, respondieron también con sus instrumentos al llamado del Petén. Xibalbá, era un sitio que causaba pavor entre los hombres que vivían en las cercanías; era un lugar misterioso que muy pocos habían podido llegado a ver.  Algunos incluso lo consideraban un mito, un lugar de muerte. Los viajeros evitaban pasar cerca, por miedo a morir entre las garras de los jaguares negros, que protegían el territorio. Se decía que era una región en la que los árboles eran pintados de color rojo y el negro del inframundo. Los valientes que lograban entrar tenían que superar difíciles pruebas para convertirse en Halach Winic, porque de no conseguirlo lo pagaban con su cabeza. 


  El calendario Itzá, marcaba el comienzo del 8 Ahau Katún, y era costumbre que cuando se alcanzaba esa fecha se daba inicio a un nuevo aciago éxodo. En esta ocasión, cientos de Halach Winic'ob salieron de Xibalbá, ataviados con sus atuendos y preparados para la guerra. De esta forma dieron inicio a una peregrinación, y marcharon hasta perderse en las oscuras entrañas del Petén Itzá, la selva de Guatemala. 


  El anciano Chilám sacerdote, viéndolos partir, miró al firmamento e invocó una plegaria: 

“¡Ahí van los hombres bellos, 

 acompañados de sus bellas mujeres, 

 y sus sacerdotisas, engalanados con sus plumas 

 y vestimentas, llenos de orgullo! 

 ¡Señor, dales caminos buenos, dales protección, 

 a ellos que son los portadores del nuevo tiempo, aunque duras serán sus pruebas! y muy duro será su andar 

Protégelos para que realicen tu encomienda!” 


  Los hombres caminaron durante varias horas a través de la selva, hasta llegar a una misteriosa ciudad llamada Tollán, el lugar del sol naciente. Era un punto de encuentro, y de reunión para los diferentes grupos que se unirían a la procesión con los de Xibalbá. 


  Cuando los primeros Itzáes se aproximaron a la entrada de la ciudad, salió a su encuentro un anciano guardián, junto con un séquito de guerreros. Al presentarse demandó con gran autoridad: 


– Soy el Señor de Tollan, Ah Kin May Balám, Sacerdote Solar, ¡Guardián de este santo y sagrado lugar! ¿Quiénes osan entrar a estas tierras?


Sebastian

  Una de las gruesas paredes de los pasillos del monasterio de San Bernardino de Siena, en Valladolid Yucatán, se iluminó con la tenue luz de una vela. Era de noche, y un joven fraile de origen indígena, buscaba apresurado el refugio seguro en su celda. Al entrar, cerró muy despacio el viejo portón, para evitar cualquier ruido. Cuando se sintió a salvo, sacó de dentro de su hábito un antiguo códice, era un viejo pergamino, doblado en forma de acordeón, con la textura rugosa por el desgaste del paso del tiempo. 


  Estaba nervioso, su frente se perlaba con el sudor. De manera cuidadosa, encendió la luz de una desgastada vela de parafina, que estaba sobre una rústica mesita colocada en una esquina. Con un trapo sucio cubrió la parte baja de la puerta, para que los reflejos de la luz no llamaran la atención de quien pudiera pasar por allí. Cuando se sintió a salvo, lentamente fue desdoblando el códice, el cual fue mostrando algunos caracteres y dibujos mayas. Un escalofrío recorrió su espalda. Sabía que haber sustraído ese documento de la biblioteca, le podría acarrear grandes problemas, dolor, tortura e incluso una muerte terrible a manos de la inquisición. No obstante, para él era un riesgo que valía la pena correr, y aunque no era la primera vez que lo hacía, seguía poniéndole nervioso que lo descubrieran. El códice representaba un trozo de la historia de su pueblo, y aunque era algo ínfimo, mostraba parte de la grandeza de lo que había sido su nación. Sobre la arrugada textura del manuscrito se describían algunos de los sucesos que se habían dado hacía muchos años en su tierra por la gente de su raza. El fraile seguía la historia de un gran señor maya llamado Nazul, y a los hombres que lo acompañaban. La primera vez que leyó esas hazañas, se sintió orgulloso, porque por sus venas corría la misma sangre de esos grandes señores que habían hecho maravillosas proezas en el pasado.


  Aunque sabía que él era un humilde franciscano, del más bajo rango, sospechaba que la vida le deparaba un destino mejor.


  Cuando nació, en 1542, sus padres lo llevaron con un chamán, para consultar su futuro. Llegaron ante un anciano sacerdote, Chilám, vidente del pueblo de Chan Santa Cruz, quien les anunció que su hijo sería uno de los herederos de la tradición oral de las costumbres de su pueblo.


  El anciano Chilám les aconsejó a los padres que cuando tuviera cuatro años, le permitieran ser su mentor. Así sucedió, pero en 1554, cuando el niño tuvo doce años, fue entregado a los franciscanos del monasterio de San Bernardino de Siena, para que le enseñaran a leer y a escribir la lengua de los dzules, el idioma de los hombres blancos. De esa forma podría, después de algún tiempo, traducir al español y al latín las historias de los mayas, y evitar con esto que la historia de su pueblo se perdiera en el olvido.


  Corría el año 1560 y en ese momento el joven fraile contaba dieciocho años, a su memoria acudían constantemente todos los relatos que su viejo mentor cariñosamente le relataba. Éste había muerto poco después de dejarlo al cuidado de los franciscanos, y cada vez que lo recordaba sus ojos se humedecían de tristeza. Siempre tenía presente las fábulas y cuentos que el anciano le transmitió, haciendo hincapié en la precisión y los detalles. Su mentor le había advertido que no debía olvidarlos, ni modificarlos, haciendo que Sebastián se los repitiera hasta el cansancio, para que no omitiera nada, de forma que pudiera transmitirlos sin ninguna alteración.


  Mientras el joven traía eso a su memoria, se preparó para hacer unas notas, movió de la pared un ladrillo falso, del cual extrajo una pluma, tinta y un manuscrito en el que iba haciendo una traducción personal de los códices que sustraía.


  La historia de Nazul, hablaba de un hombre alto, de pelo dorado y ojos de cielo que había venido del mar, y había traído la paz a su pueblo. Emocionado, se preparó, tomó asiento, mojó la pluma, escurrió el exceso de tinta y con mucho esmero empezó a escribir.


  Los ancianos Chilam’ob, profetas, escogían a los “niños tradición”. Si descubrían en ellos facilidades para la comunicación y la memoria, los preparaban para ser los portadores y transmisores del conocimiento maya, “la herencia” le llamaban ellos. Varios niños fueron escogidos para recibir el relato oral y el lenguaje florido de los ancestros. De modo que se convertían en memorias vivientes, podían recordar y recitar cada una de las palabras de los antiguos, aunque no supieran su profundo significado. Simplemente se preparaban para aprenderse las historias y trasmitirlas con exactitud.


The Mayans understood that the conquistadors would end up taking everything from them, even the roots of their lineage. But they knew that their words would preserve the spirit of the Mayan men. The power was in the knowledge of their teachings, so they carefully planned a system that would work over time. The Mayans knew that the dzules, white men, could rob them of land, work, freedom, destroy their gods and their codices, but they could not destroy what is indestructible: the Mayan spirit and memory, in which they kept all their history and wisdom, so they kept their knowledge secret, and only discreetly divulged it among some of their people in the form of fables to keep the spirit alive. If not, they would be condemned to oblivion, and since they no longer had warriors for a military confrontation, since most had died in combat or because of the epidemics brought by the foreigners, so they only had this last resort, peaceful resistance.


The friars, unaware of this conspiracy, taught the indigenous children to read and write in Castilian in order to be able to catechize them. Among these children there were many who were children of memory, but of these, only a few could enter the ranks of the Franciscans, to become scribes of some monastery. If, despite the difficulties, one of these managed to be recruited, it was very difficult for them to have free access to paper and ink, materials controlled by the head scribe. On the other hand, if they managed to do so, they needed personal time that they were not given, because the work was exhausting, and their work outside of religious services was focused on transcribing texts, and writing the endless edicts of the abbot and the friars.


The main mission of the Monastery of San Bernardino de Valladolid was the translation of the Mayan codices into Spanish, which were later sent to the Vatican for review.


Although the Franciscan monks had learned the Mayan language, they had difficulty understanding the literal meaning of the messages, because they had a very complex metaphorical meaning. For this reason, they sought the help of Mayan interpreters, not without suspicion, so some indigenous people were converted into friars to ensure their loyalty to the church.


So, the only thing that consoled the heart of the young friar in his cloister were the words of the Chilám, which from time to time freed his mind from the strict surveillance and rigorous isolation to which he was subjected.


Most of the friars of San Bernardino distrusted the natives, considering them to be intruders, "sly people, like all of their kind" they said among themselves, so they confined them to their cells, making them go through long periods of fasting to weaken their spirits.


Sebastian was so tired, hungry and thin that he could sometimes only write a few letters in the manuscript before falling asleep. Even so, it was enough for him to feel that he was fulfilling his mentor's mission, which was to rescue the spirit of his ancestors.


He didn't know how much time had passed, but the candle was about to go out. Startled, he sat up and paid attention. He had heard several footsteps approaching, and he became alert. He quickly blew out the candle with his hand, quickly gathered everything up, and put it back in the hole in the wall as best he could. His hands were shaking, and he had difficulty replacing the brick. The footsteps were getting closer, and he threw himself down on the cot to pretend he was asleep. He didn't know if they were coming for him, but he felt fear and remorse at the same time. "They've discovered me," he thought. His heart was beating so hard that it seemed like he was going to give him away. Several people stopped hastily at his cell. He was tense. With a bang, the door opened.


The grave voice of the abbot was heard, who harshly ordered him:


– Sebastian, get up and follow me!


The abbot, a strong, stern man, noticed the smell of burning paraffin and the smoke left by the candle when it went out. Sebastian stood up, very frightened and pale. With trembling legs, he followed the abbot and the attendants who were escorting him through the long corridor.


As they walked away, a spectral shadow crept up behind them, slipping into the cell and closing the door behind it.


Encuentro

  La mañana estaba muy avanzada, el olor a selva impregnaba los humedecidos poros de la piel de Juan, quien había salido muy temprano de la ciudad de Chetumal Quintana Roo, conduciendo un destartalado Datsun 77 en dirección a la ciudad de Mérida Yucatán. Viajaba por la estrecha carretera, la cual se veía aún más reducida por los interminables y abundantes árboles que crecían a la orilla y que oscurecían algunos tramos del camino reduciendo su visión. Después de varias horas conduciendo con el calor acuestas y ya pasado del medio día, adormilado llego al pueblo de Valladolid. Era un sitio en el que le pareció había retrocedido en el tiempo, ya que a esa hora no había nadie en las calles.


  Para Juan era una temporada extraña, sentía un vacío indescriptible, porque no sabía cuál era el verdadero sentido de su vida. Como compañeros de viaje llevaba en su maleta todos los recuerdos de su pasado, repletos de contrastes, demasiados para un joven de su edad. No había llegado a su tercera década y ya era médico y oficial de la Marina, pese a todo eso, su sensación era como el de un hombre que arrastraba más de cincuenta años tras de sí. Sentía que su carga era demasiado pesada y dolorosa, repleta de experiencias de su niñez. Sólo sus primeros seis años le habían dejado remembranzas de gran alegría. Después, todo se volvió una interminable sucesión de altibajos, un camino extraño y sinuoso, con muchas vivencias inconclusas que se fueron acumulando en su vida.


  En el pueblo de Valladolid, no encontró ningún sitio donde le apeteciera comer, por el contrario, sin saber por qué, deseaba salir de ahí lo más pronto posible, así que retomó la carretera.


  Tras conducir tranquilamente alrededor de cuarenta y cinco minutos, apareció un gran letrero, medio oxidado, al borde del camino, en el que se invitaba a los turistas a visitar las ruinas arqueológicas de Chichén Itzá. Una extraña corriente eléctrica recorrió su espalda. Pocas veces se dejaba guiar por su intuición, y, no obstante, en esta ocasión, decidió hacerle caso y visitar el famoso lugar. « ¿Qué más me da?» pensó, « lo mismo encuentro algo para comer ahí dentro.»


  A Juan, las piedras nunca le habían llamado la atención, no entendía su significado. No obstante, aparcó su coche y recorrió el polvoriento camino hasta la entrada de acceso, que no era otra cosa que una destartalada reja con dos sucios puestos de artesanía, donde se habían improvisado unos deteriorados servicios. Bajó del coche, y después de aliviar sus necesidades físicas, decidió comprar el billete de entrada. Aún faltaban dos horas para que cerraran el sitio, pero como no tenía un propósito definido para el viaje, podía tomarse un poco de tiempo para conocer mejor la región y estirar las piernas, así que se dejó llevar por la curiosidad. Recordaba que algunas de sus amistades, nativas de esta zona, le habían hablado con orgullo sobre Chichén Itzá. Juan no sabía nada de los mayas, ni tenía interés alguno sobre el tema. Era un turista más que estaba de paso. Su única intención era llegar a Mérida y conocer la ciudad.


Absorto en sus pensamientos, se preguntaba constantemente cuál era el sentido de su existencia. Mientras avanzaba por un sendero en medio de arbustos, sudando copiosamente por el calor tropical que saturaba sus pulmones y le dificultaba la respiración, cruzó una primera parte del sitio, donde encontró una placa empotrada en una base de piedra, la cual hacía alusión a la aportación arqueológica que, en otros tiempos, efectuaron los Masones. Juan se encogió de hombros, no sabía quiénes eran esos buenos señores, supuso que serían algo parecido al Club de Rotarios o al Club de Leones. Le dio igual, no entendía nada.


  Juan siguió por un camino estrecho, delimitado por un largo muro de piedra, por un lado, y por el otro por unos arbustos repletos de puestos de artesanías, que la gente de la localidad ofrecía a los visitantes, impidiéndole con esto que distinguiera lo que había más adelante. Así que avanzó sin saber con que se iba a topar.


  Juan iba distraído. Las zonas arqueológicas no le gustaban, le parecía que las piedras estaban acomodadas de manera caprichosa, no conectaba con el lugar, ni entendía la razón de tanto trabajo. «Yo he de estar loco para caminar por aquí, bajo el agobiante calor que hace a esta hora» pensaba. Apenas había avanzado cincuenta metros, y ya se sentía molesto e impaciente. Leyó los folletos informativos de la zona, pero le parecieron escuetos y superficiales. Estaba a punto de dar la vuelta, pensando que todo era una pérdida de tiempo, absorto, cabizbajo y rumiando su mal humor, cuando repentinamente y sin saber cómo, levantó la mirada del suelo, y sintió que se le cortaba la respiración. Había entrado a una gran explanada que se abría frente a él, con todo su esplendor, orgullosa se alzaba ante sus ojos la maravillosa pirámide de Kukulcán.


  A Juan le sacudió un escalofrío, una emoción que le colmó hasta las lágrimas. No supo cuánto tiempo estuvo contemplando la belleza de ese monumento. No tenía idea de lo que esta primera impresión le iba a afectar a su vida. Una sensación semejante le había causado a los Itzáes cuando llegaron y vieron por primera vez la pirámide interna que se encontraba debajo de la que estaba contemplando Juan. Para él fue como si un rayo lo hubiera traspasado y lo hubiera soldado al suelo.


  Cuando emergió de su trance, se percató de que estaba caminando hacia la salida de la zona arqueológica, ya que era hora de cerrar. No recordaba, si había visitado más templos en Chichén, aunque era seguro que lo hubiera hecho, pero en su mente esa primera impresión se volvería un recuerdo imborrable. Sintió que su vida había dado un giro importante. No sabía qué, pero algo muy dentro le decía que había encontrado una luz, algo que le daría sentido a su existencia. Como todo, sería cuestión de tiempo para desentrañar qué significado tenía el suceso. Se llenó de energía y entusiasmo, canturreando se dirigió hacia donde se empezaba a ocultar el sol, a la ciudad de Mérida. 


  Juan no lo sabía, pero había iniciado su propio Kinbe, su camino del Sol.


The House of the New Sun

nte el violento recibimiento del custodio de Tollán, el guía principal del grupo, un respetable sacerdote del mismo grado, le saludó:


– Gran Señor Solar de Tollán, recibe mis más profundos respetos. Humildemente pedimos que abras las puertas de la sagrada casa de los Halach Winik’ob, para recibir tu bendición y la de nuestro padre el sol, y así poder continuar nuestro viaje al nuevo mundo, al nuevo asentamiento, el cual debemos encontrar, de acuerdo con nuestras profecías. Aquí tienes mi corazón que es de verdad y la ofrenda de jade de Xibalbá como reconocimiento de mi palabra.


El anciano guardián sonrió. Era el protocolo de un antiguo ritual, presentar los respetos al venerable custodio. Los nuevos hombres finalmente habían llegado, era la gran celebración de Tollán, el ritual del Sol Nuevo.


– Sean ustedes bienvenidos ¡Que se abran las entradas de Tollán! –ordenó el anciano Ah Kin May.


No había puertas, ni murallas, era un mandato espiritual que permitía que la gente pudiera acceder a la sagrada ciudad.


 Se fueron sumando cientos de personas a la ceremonia. Era una evocación del principio de los tiempos mayas, cuando los cuatro primeros hombres, hechos con masa de maíz: el rojo, el amarillo, el negro y el blanco, hicieron esa peregrinación hace miles de años.


Cada vez que se cumplía la rueda de katunes, un ciclo de doscientos sesenta años, se daba inicio al 8 Ahau katún. Se llevó a cabo la misma ceremonia, como se hizo la primera vez. Seguían los pasos de esos cuatro primeros ancestros, como manera de darles las gracias por permitirles su origen y su vida; era un reencuentro con su pasado, con sus raíces, la esperada luz del sol nuevo, un acontecimiento simbólico, que significaba la llegada del conocimiento al nuevo mundo.


 Según una antigua leyenda, la tierra sufrió un fatal cataclismo, y fue de tal magnitud que hundió a la famosa ciudad que otros conocieron como Aztlán (1). A partir de ese momento, el cielo se cubrió de nubes muy densas, ocultando la luz del sol por mucho tiempo. 


Cuando los cuatro ancestros se reunieron en Tollán, rogaron para que se mostrara la faz del sol, y como eran hijos poderosos de Hunab Kú, el Dios único, se los concedió. Ellos como retribución, se comprometieron a llevar la paz y la luz del conocimiento a todos los rincones del planeta. El cielo respondió abriéndose, dando paso al nuevo sol. Fue así como lo habían relatado los ancianos, y para no olvidarse de la promesa de los primeros padres, sus hijos, los Itzáes, realizaban la misma celebración, cada vez que se iniciaba un nuevo ciclo de katunes.


 A media noche se dio paso al ritual, bajo la luz de la luna. Con música y danzas, oraban e invocaban a los Ahau, los señores espíritus del viento, del agua, del fuego, y a los protectores de la tierra, pidiendo permiso y protección para alcanzar su cometido. Los cuatro líderes que representaban a los cuatro ancestros, estuvieron orando, rogando claridad y sabiduría, y poniéndose de acuerdo sobre la ruta que cada grupo debería seguir.


Cuando terminaron, el anciano guardián de Tollán habló con fuerza:


– ¡Oídme señores de la noche! ¡Oídme señores de los cuatro vientos y de los cuatro lugares del mundo! ¡Que mi palabra sea llevada a todos los rincones de la tierra, porque hoy los hijos de abajo subimos para traer la luz del nuevo sol! ¡Nosotros, que hemos vencido a nuestras sombras, que hemos perfeccionado nuestras imperfecciones, hoy salimos a la vida con nuestro corazón! ¡Tú, Padre Sol! ¡Tú, que eres la guacamaya de rostro solar, la que nos abrasa con sus plumas rojas y brillantes, danos, como lo hiciste en otro tiempo, la bendición para que nosotros los Halach Winik’ob conquistemos a golpe de guerra, a golpe de nuestros corazones, la nueva tierra! ¡Que suenen las caracolas! ¡Que suenen los tunkules! ¡Que silben las chirimías, que ya salió nuestro padre el sol!


En la explanada principal, los hombres golpearon el suelo con sus lanzas y sus varas, haciendo retumbar la tierra, cimbreando las entrañas de Tollán, para avisar que se había alcanzado un acuerdo sobre las rutas que deberían de seguir. Una fila de mujeres salió bailando, serpenteando alrededor de los danzantes, festejándolos con una danza de poder.


 Así se dio inicio al festejo, para cerrar el acuerdo entre la deidad y los hombres, con la promesa de que estos se comprometían a llevar la luz, porque eran señores de honor, eran hombres de palabra, hombres de verdad. Cuando salieron los primeros rayos del alba, todos levantaron sus brazos para darle la bienvenida a la mañana. Se sentían conectados con la vida, en comunión con su pasado y su presente, sus corazones estaban pletóricos de regocijo. La promesa de una nueva tierra, un lugar donde se iniciaría otra etapa, les hacía sentirse exaltados.


 Conforme el sol ascendía, su luz fue iluminando un mascarón gigante de piedra, que se encontraba en la entrada del templo mayor de Tollán, que representaba al fuego antiguo. El anciano guardián abrió los brazos, al tiempo que sonaban las caracolas, pidiendo la atención del grupo.


Todos se reunieron en un altar redondo de piedra, con cuatro escalinatas que apuntaban a cada punto cardinal, por las que ascendieron los cuatro líderes “Holones”, quienes a partir de ese momento serían conocidos como, los cabezas de serpiente, los profetas, los jefes que representarían y guiarían a cada uno de los grupos de Halach Winik’ob que se habían congregado. Subieron al altar, donde el anciano de Tollán los esperaba en el centro; se colocaron alrededor de él, luego se unieron sus cuatro mujeres, intercalándose entre cada uno de sus hombres, cerrando un círculo y cogiéndose todos por los antebrazos. Era un momento que los hermanaba eternamente. Sobre cada uno de ellos caía el compromiso de liderar a su grupo. El guardián de Tollán hizo una oración, y luego invocó humildemente a los espíritus de los ancestros, para que les guiasen en tan importante misión. Entregó a cada uno un cetro, asignándoles la autoridad de su grupo. Al terminar se puso frente a la muchedumbre y con voz sonora Pronunció:


– ¡Se ha ocultado el lucero de la mañana! La noche del Itzá ha concluido. Es el momento de que el sol revele nuestro rostro, nosotros, los del corazón de jade, los de ojos de cielo, los que hemos venido de otros tiempos, nos hallamos aquí porque hemos terminado nuestra preparación, nuestro alistamiento. Hoy somos magos, somos brujos poderosos. Busquemos la fuente de nuestro origen. Pero recordad siempre, que seremos tres veces vencidos, nunca más regresaremos a Xibalbá, eso se quedó atrás, se quedó en las oscuras sombras del ayer, donde ya no vamos a encontrar nada. Sigamos la ruta hasta la nueva Tollán. ¡Iniciemos nuestra marcha!


Se escucharon los tambores nuevamente, y así empezaron las despedidas, con la mano izquierda sobre el hombro izquierdo del otro, con un gesto que expresaba su amor y aprecio; mencionaban su nombre secreto y se decían adiós. Era la ceremonia de separación, los señores Itzá habían compartido y superado un sinfín de pruebas de valor, venciendo a la muerte. Se habían ganado el mérito de llevar la luz, y era momento de retirarse porque ese tiempo había terminado.


Se fueron dividiendo los grupos, y sin más, tomaron rumbo a su destino, dando inicio a un viaje sin retorno, como la vida misma.


Así fue como empezó el nuevo ciclo, en la cuenta de su calendario, el ocho Ahau Katún, del nueve Baktún. El año 412 de nuestra era.


Landa

Con el corazón latiéndole fuertemente, Sebastián recorría el largo y oscuro pasillo detrás del abad, mientras era escoltado por dos monjes celadores.


 Llegaron a la puerta de la Abadía, la cual se abrió de par en par. Dentro había varios frailes y curas reunidos, algunos de la Orden de los Dominicos, y otros más que estaban encargados de parroquias e iglesias, aún era muy de madrugada, y se les veía a todos bastante consternados.


Sebastián estaba asustado, completamente pálido. Empezó a sudar frío « ¡Es la comisión de la santa inquisición!» pensó.


Todos se pusieron alrededor del abad y de Sebastián, mostrando una actitud severa.


El abad los miró con rigor, y con voz grave sentenció:


– Señores, nuestro hermano Fray Diego de Landa, de la Orden Franciscana, ha sido facultado como principal de la Santa Inquisición en Yucatán, y viene desde el monasterio de Izamal a hacer una inspección. He convocado a todos los que tienen parroquias e iglesias cercanas para que les explique lo que va a hacer. –aguardó unos instantes, y carraspeó. Sebastián sentía que le fallarían las piernas en cualquier momento.


– Es para mí imprescindible decirles que van a revisar nuestro trabajo. Hay órdenes de su santidad Pío IV, de confiscar cualquier documento que se considere sedicioso. –Hubo varios rumores entre los asistentes.


Sebastián estaba contrariado, respiraba con dificultad. «¿Vienen por mí o no?» pensaba. Si esa no era la causa de la reunión, ¿qué hacía un fraile de bajo rango entre los jefes del clero de Valladolid? «¿A qué se refiere con documentos sediciosos?» cavilaba.


– Sebastián, el enviado de la inquisición, Fray Diego de Landa, necesitará a un escribano. Requiere que sea bilingüe para traducirle los textos, y le escriba los edictos de sentencia que él irá dictando. Hemos decidido que seas tú. No me vayas a defraudar, eres uno de los más recomendados por nuestros hermanos.


Sebastián inclinó la cabeza, asintiendo humildemente, notando cómo la tensión de su cuerpo se iba aflojando, dejando escapar el aire por la boca, aliviado al escuchar esas palabras.


La quietud de la madrugada fue interrumpida por el ruido de unos carruajes, que llegaban al monasterio. Un grupo de soldados que acompañaba a Fray Diego de Landa, se movilizó rápidamente para custodiar al inquisidor. Cuando la comitiva entró en el patio central del monasterio, se escuchó el resonar de las campanas que anunciaban su llegada. La puerta del carruaje principal se abrió, dando paso a un personaje de figura oscura, enjuta y estirada, de nariz aguileña, ojos juntos, pequeños, astutos y rapaces, que observaban todo con displicencia; miraba de reojo, no dejaba escapar ningún detalle que estuviera al alcance de su vista. Su atuendo era sencillo y mostraba que era de la Orden Franciscana. Su carácter era austero y disciplinado, llevaba al pie de la letra los decretos de su Hermandad, extremadamente riguroso consigo mismo e inflexible con los demás. Él se imponía reglas muy severas, pero con los demás era implacable.


Con grandes zancadas, atravesó el patio que separaba el monasterio y fue directamente hacia la Abadía, donde fue recibido como correspondía a su categoría.


Después de que todos le saludaran, el abad le presentó a su escribano:


– Hermano Landa, éste es Sebastián, su escribano aquí en San Bernardino de Siena.


 Landa lo observó con desdén, de arriba abajo. Después miró al abad contrariado, porque era indígena. El abad, adivinando sus pensamientos se apresuró a decir:


 – El hermano Sebastián lleva con nosotros ocho años y es de nuestra absoluta confianza. Seguro que puede cumplir con la doble función de ayudarle a traducir los textos bilingües, y realizar algunos dictados. Sé que le será de gran utilidad, es el más apto para esta misión.


– Voy a ser claro, abad. Este monasterio va a ser revisado hasta las entrañas. La traducción de uno de sus códices ha puesto nervioso a Su Santidad el Papa, por eso me han enviado aquí, lo mismo que a Fray Juan de Torquemada en la capital. Mi misión es realizar una evaluación importante de todas las traducciones, porque si es exacto lo que salió de la pluma de uno de los de nuestra orden, podría poner en peligro a la Santa Madre Iglesia.


 Todos escucharon inquietos. Tanto el abad como el resto de los presentes se sintieron sacudidos por la amenaza de Fray Diego. Su voz era grave, y daba la impresión que quería pasar a todos por la sierra.


El abad se repuso y aclarando su garganta, señaló:


– Hermano Landa, por favor, aquí no guardamos secretos. Las puertas de este monasterio están abiertas para usted, disponga lo que quiera.


 Landa le miró retador y contestó:


– Veamos pues, qué confianza puedo depositar en este escribano, vayamos a inspeccionar su escritorio. El resto, retírense y manténganse cerca. Ya los iré llamando.


Y sin decir más, llamó a dos de sus hombres de seguridad para que le acompañaran.


El abad se sobresaltó ante la arrogancia del inquisidor, y el poco respeto que mostraba con los hermanos de la orden. Más que un franciscano parecía un perro policía listo para atacar.


Llegaron todos al claustro de la biblioteca. Se suponía que estaba cerrado a esa hora, pero la puerta estaba entreabierta. Cuando estaban a punto de entrar, Landa hizo un ademán para que todos se detuvieran y no diera nadie un paso más. Abrió la puerta muy despacio y observó lo que había dentro. Alguien había estado allí recientemente. Aún olía a parafina recién quemada. Entró y revisó los escritorios, y descubrió uno que tenía un códice abierto, la lámpara aún humeaba.


– Parece, hermano Abad –dijo de manera sarcástica– que efectivamente su monasterio sí tiene secretos. ¿Cuál es tu escritorio Sebastián? – demandó Landa.


El joven escribano señaló su sitio con el dedo tembloroso. Estaba junto al que se encontraba analizando Landa.


– ¡Qué curioso! –exclamó pensativo, mirando a Sebastián profundamente.


The Ponchos

Habían transcurrido cuatro años, desde que Juan viviera su primera experiencia en Chichén Itzá. No pudiendo llenar el vacío que le dejaba su vida cotidiana en Cancún, el exceso de trabajo y su disipada vida social, se sintió obligado a retirarse con su esposa a la población de Piste, que se encontraba muy cerca de Chichén. Para lograr ese cambio tuvieron que pasar por muchos incidentes e incomodidades.


La gente de Piste, en general, vivía en condiciones muy lamentables, con miseria y pobreza. Era gente maya, que intentaba adaptarse a la influencia abrumadora del descomunal turismo, que todos los días visitaba la zona arqueológica, con el consecuente derroche de dinero e influencia cultural.


En busca de una mejora en sus vidas, la población adquiría los símbolos del progreso moderno, entre ellos la televisión, un medio que trastocaba obtusamente su realidad. Eran personas con escasa o nula educación, con abundancia de costumbres muy antiguas, llenos de sincretismo religioso, y con todo podían ser, de alguna manera, muy bondadosos.


Era muy difícil que la gente de Piste dejara a un lado sus hábitos. No sabían cómo adaptarse a los nuevos cambios, sobre todo a una economía que empezaba a pasar de tener grandes necesidades, a un exceso de recursos mal empleados, con los consecuentes problemas de codicia, envidia y ambición que se iban multiplicando entre ellos.


Por otro lado, el gobierno mexicano ponía mucho interés y dinero para la investigación y trabajos de restauración de las zonas arqueológicas, pero no tomaba en cuenta los aspectos sociales y humanos de la gente de la región, que a fin de cuentas era quien trabajaba en esos proyectos. A pesar de las carencias a diferentes niveles y servicios que se padecían en el lugar, se llevaba a cabo un ambicioso programa turístico-cultural, al que llamarían la Ruta Maya.


Juan tenía una pequeña farmacia, que le había costado todos sus ahorros, obtenidos durante sus años de trabajo en Cancún. Ahora sólo quería vivir tranquilo. Con veintisiete años ya estaba harto de una vida sin mayor significado, empachado de lucha y despilfarro. Su profesión lo era todo para él, porque su vida familiar era un auténtico desastre. En lo que a la sociedad se refería, se sentía incapaz de integrarse, la veía absurda.


Así que, al retirarse a un sitio como ese, se permitía evadirse de su realidad. Teniendo como fondo las pirámides de Chichén Itzá, podía en su tiempo libre, enfrascarse en el estudio de esta apasionante cultura.


Mientras no había clientes en la farmacia, Juan aprovechaba para abrir dos o tres libros de diferentes arqueólogos e investigadores. Iba muy despacio, intentando discernir lo que cada autor opinaba sobre el tema, encontrando que entre ellos no podían ponerse de acuerdo. Absorto y embebido en su lectura, no se percató de la entrada de un joven nativo de la zona. Juan levantó la vista y lo observó: era delgado, tímido, de apariencia amable. Se puso de pie para atenderlo, dejando a un lado los textos. Cuando tomó la receta que le presentaba, el muchacho le solicitó abiertamente, señalando los libros que estaba leyendo.


– ¿Le gusta la cultura Maya?


 Juan se sintió intimidado por la pregunta que le hacía un maya sobre su cultura, así que, con una sonrisa, emitió una tímida respuesta.


 – Sí, sí, la verdad es que me interesa porque…, creo que, si uno es mexicano, debe conocer su cultura ¿no cree? –comentó un poco incómodo.


– ¿De dónde es usted? – interrogó el joven.


– Bueno, nací en el estado de Guerrero, pero la verdad es que viví muy poco allí –contestó Juan.


– Nosotros no nos consideramos mexicanos –le contestó con una sonrisa –. Nos consideramos mayas. Política y geográficamente somos mexicanos, pero nos sentimos más de nuestra tierra.


Después de decir esto, se quedó mirando a Juan, y aunque sus palabras habían sido firmes, seguía manifestándose cortés tras su afirmación, que encerraba muchas más cosas de las que Juan, aún sorprendido, podía percibir.


– Sí, no entiendo mucho de eso, pero me imagino que es así… Cuando viví en Isla Mujeres, un día que tocaban el himno nacional, un oficial, dirigiéndose a dos hombres de allí, les preguntó por qué no se ponían de pie, les demandó ¿acaso no eran mexicanos? Ellos respondieron que no, que eran de Valladolid. Los demás no dejamos de reírnos por lo curioso de la petición y lo absurdo de la respuesta. En ese momento yo pensaba que la contestación era por el desconocimiento sobre la política de México. Ahora me doy cuenta de que tenía otro sentido.


El joven sonrió. Se daba cuenta de que Juan quería ser simpático y romper el hielo. En su nerviosismo lo estaba haciendo fatal. No obstante, dando un paso hacia adelante, le tendió la mano.


– Me llamo Alfonso, pero todos me dicen Poncho.


– Yo soy Juan –afirmó extendiendo su mano a la vez.


Poncho le miró profundamente, con esos pequeños ojos negros mayas, y le hizo una propuesta:


– ¿Le gustaría hacer un recorrido por Chichén? Le llevaré a un sitio diferente, por el que no pasan los turistas.


La propuesta directa de Poncho sorprendió a Juan, que apenas alcanzó a decir estupefacto.


– ¡Claro que sí! ¿Cuándo?


 Poncho lo vio entusiasmado y propuso:


– Ya le avisaré. Quiero que nos acompañe Don Ponchito. Él nos llevará a través de la selva. Se despidió y salió rápidamente de la farmacia.


Juan se quedó sorprendido. El chico se llamaba Poncho y el otro se llamaba Don Ponchito « ¿Es broma? ¿Será su padre?», pensó.


No entendía lo que acababa de pasar. Tampoco sabía el motivo de esa invitación, pero le emocionaba visitar Chichén por una vía diferente a la que asistían los turistas. Así que se alegró. No sabía lo que suponía lo sucedido y, en medio de su alegría, sintió un cierto temor. Aquél era un joven al que no conocía de nada y al que, al parecer, no le hacían gracia los mexicanos, y, no obstante, le había invitado a dar un paseo en medio de una zona de Chichén desconocida para él.


Juan pensó que todavía no era muy conocido en el poblado, ni tampoco iba a interesar lo que pudiera ocurrirle a un médico mexicano, que vendía medicinas, y que apenas salía de su negocio.


Esa noche Juan tuvo un sueño. Se veía en mitad de la selva caminando. Sentía tras de sí una mirada penetrante que le vigilaba. Un escalofrío recorrió su columna, pero siguió avanzando. De repente lo vio: era un jaguar negro, que no dejaba de observarle de manera inquisitiva e intensa. Impresionado, empezó a caminar cada vez más rápido, lleno de temor, tratando de alejarse. Se dio cuenta de que caminaba en círculos alrededor del felino sin poder evadirse.


 Al día siguiente, Juan se levantó sudando y cansado por la tremenda noche. La cabeza le daba vueltas. Muy temprano abrió la pequeña y destartalada farmacia. El primero que entró al negocio fue Poncho, con su sonrisa y mirada serena. Amablemente le comentó:


– Buenos días Juan, ya hablé con Don Ponchito. Nos espera mañana a las ocho, en la entrada Sur de Chichén.


– ¿Eh? Ah, sí, sí… está bien. Pero no sé llegar a la entrada Sur.


– Es por la Hacienda, pero…, bueno, si no la conoce, yo paso a por usted a las siete y media, ¿le parece?


– Bien. Gracias Poncho, nos vemos mañana.


 Poncho se retiró sin más, con la misma suavidad con la que había entrado.


Juan estaba preocupado, pensando en el significado de su sueño y la visita a Chichén. Cuando miró el reloj, se dio cuenta de que había abierto media hora antes de lo previsto, y Poncho había aparecido, como si hubiera sabido que iría más temprano: se sorprendió, pero se justificó. «Te estás volviendo loco, seguro que pasaba por aquí, y por casualidad estaba abriendo la farmacia. ¡Tonterías mías!» Pero el corazón le dio un vuelco, al recordar la mirada del jaguar negro que le había acechado en sus sueños.


 Al día siguiente, por la mañana muy temprano, Juan ya estaba listo y despierto, así que tomó una moderna cámara réflex, y unos cuantos carretes. A las siete y media salió a la calle, y vio a Poncho cruzando la acera para encontrase con él.


Upon arrival, they greeted each other cordially and headed for the South entrance of Chichén Itzá. Juan sought out a conversation with Poncho. He was excited about the idea of being able to learn some personal things about him and his family.


Juan's plan was to investigate, satisfy his curiosity, investigate and verify what he was studying, but deep down he wanted to discover the great secret of the Mayans. That would be, in the end, the great mystery that would reveal to him the true reason why we are in this world, or at least that was what he believed would happen.


When they arrived, Juan met an elderly man, very humble, very short, hunched over; a genuine Mayan with thousands of wrinkles and an incalculable age, who was dressed in white like the natives of old; he wore a very old and broken straw hat, and used a dirty stick to support himself, but he was friendly, although he was reluctant. He did not speak Spanish, he only spoke Mayan.


Juan imagined that if there was a Don Juan for Carlos Castaneda, there might be a Don Ponchito for Juan, but Carlos was very patient in receiving knowledge, unlike Juan, who was eager to discover the truth about the Mayans. However, and contrary to what he would have wished, Don Ponchito and Poncho spent most of the trip speaking in Mayan.


Juan was comforted by the walk. He felt the freshness of the morning, it was very stimulating to walk through the woods at that time. There was a feeling of peace, a harmony between the green and the blue of the sky, as well as the song of the birds and the humid smell of the Yucatecan jungle.


Juan hadn't taken any photos yet. He was more worried about the poisonous nauyacas and rattlesnakes, since a bite from one of them could be fatal. Don Ponchito and Poncho walked along, very confident, as if they didn't care about that.


There was a moment when Juan hesitated. “What am I doing here?” he asked himself, while his mind filled with memories, worries and absurd thoughts. Walking in silence he felt irrational. It wasn’t the silence that worried him, but the fact that he was apparently not being taken into account.


As if Poncho had read his mind, he turned and questioned him:


– How are you, is everything okay?


Juan smiling replied:


– Yes, perfect – he lied.


Poncho started a chat with Juan to cheer him up.


– Don Ponchito is a very special man. Some Japanese scientists took his blood for analysis, and the result was surprising. There are very few people who have Mayan blood as pure as his.


Poncho spoke to him very kindly, without giving importance to how Juan might feel, or to the skeptical look his statement had caused him.


– Ponchito is both a man and a woman. – Poncho added as if it were nothing.


– How? – Juan seemed not to have understood.


– Yes, it has both sexes.


– Is he gay?


– No, no! You are a doctor, right? He has both a penis and a vagina, understand?


– Ah, he’s a hermaphrodite! – Juan concluded, raising his eyebrows.


– That's right, he's never married. Despite everything, he knows a lot about life.


Don Ponchito stopped and in the middle of a stone mound began to give his explanation, giving Poncho time to translate it to Juan.


– It's an archaeological mound. But if you look at that stone, you'll see that it has a snake in relief. – Poncho pointed to a rock that stood out among the rubble.


Juan started taking photos of everything they were showing him, even though he didn't have the slightest idea of what they were explaining to him.


They walked for a little over three hours. The sun was past midday and the heat was beginning to exhaust Juan, who was sweating profusely, but neither Poncho nor the old man seemed to be affected by the heat. The mosquitoes were also having their way with Juan, because he was the only one who was suffering from the bites.


After several explanations about stones and mounds, Juan did not discover anything that a tour guide could not explain. He did not obtain any information that was of any importance to him. Despite everything, the two Mayans were satisfied, they gave the impression of having enjoyed a whole day speaking in their language and visiting the land of their ancestors. For Juan it was a little frustrating. He had not understood more than three quarters of what they had said, and he considered that the only thing he had learned on the whole trip was a new entry route.


Before leaving, Poncho asked Juan for money to repay Don Ponchito for having guided them through the jungle. Juan was disappointed because he did not expect that this trip would have a price. He had thought that it was a trip for friends, at no point had he been told that there was an additional fee. However, his common sense suggested that it was better to contribute what was asked of him. And so he did. When Juan put in his share, Poncho insisted on going to Don Ponchito's house. Juan was already reluctant, he felt that he had already wasted enough time, but his frustration was drowned by Poncho's overwhelming insistence.


They came to a ruined house made of thatched roofs, called “palapas.” Built on a small hill, it had no furniture. Everything in it was very poor. There was only a dirty hammock to sit on, placed in a corner in an improvised manner, and which seemed to have been there for an eternity. There was a small griddle to heat the food, nothing exceptional, like many other houses in the region. It was the way of life of these people.


Don Ponchito, kindly and humbly, offered Juan the hammock. Poncho sat down without thinking, making room for Juan, who settled in with difficulty, not without feeling a little disgusted by the dirt.


Don Ponchito was expecting to be asked something. Poncho asked Juan if he was interested in knowing something in particular. This surprised Juan, who did not really know what they were doing there, in front of an old Mayan man who was neither a shaman nor a healer, so he was puzzled. However, the first thing that came to his mind was to ask him about Don Ponchito's way of life. Ponchito smiled and began to tell him about his routine, and suddenly, he jumped to a subject that was most surprising: he began to explain that he normally had a quiet life, except on the nights when the Aluxes came to disturb him.


"Who are those?" Juan asked.


The two Ponchos stared into his eyes. They couldn't understand why someone who had even the slightest interest in Mayan culture didn't know what he was referring to when he talked about Aluxes.


Poncho asked Don Ponchito in Mayan to explain something about them.


Smiling, Don Ponchito began to gesture and speak rapidly in Mayan. He drew a circle on the ground and wrote a series of symbols. They were very interesting, even for Poncho, who was very focused on what he was explaining. Juan asked him to tell him what was happening. Poncho, with his eyes wide open and expectant, tried to understand what Don Ponchito was transmitting to them. He seemed to be in a kind of trance, speaking to someone invisible, as if he were connecting with a powerful force. Both were surprised looking at him, Juan becoming more and more confused. The feeling he had at that moment was that time had stopped. When Don Ponchito finally finished his explanation, he made a gesture for Poncho to translate everything to Juan.


Dismayed, Poncho looked at Juan.


– Look, what I'm going to tell you is not easy to understand. The most surprising thing of all is that I didn't even understand many things. This man spoke to me in very ancient Mayan. And I know this language well! But something has happened here and I don't know what it is. I've never heard anything like this before. You have to promise me that you won't tell anyone.


– I promise, but tell me, what happened? I don't understand anything, what did he say?


La Salida de Tollán

La mayoría de las grandes ciudades mayas habían sido abandonadas. Fue como si todos hubieran desaparecido con la llamada de la selva: hombres, mujeres y niños salieron de sus hogares dejando atrás viviendas, utensilios y alimentos, cogiendo únicamente lo más indispensable.


Cada cincuenta y dos años, se celebraba un ancestral rito llamado del fuego nuevo, pero en esta ocasión coincidía con el ocho Ahau Katún, que era una fecha aciaga, la señal de empezar una nueva vida.


 Aunque los grupos mayas de esa zona eran diferentes a los Itzaes, todos sabían que ésta era una época de cambio, y según una hereditaria profecía, en este período tenían que dejar sus tierras y empezar todo de nuevo, porque de no hacerlo sus vidas caerían en desgracia.


 El ritual del fuego nuevo, consistía, usualmente, en romper todos sus utensilios y elaborar otros; las ciudades eran reconstruidas, e incluso algunos de los centros ceremoniales más importantes, quedaban cubiertos por otros que eran construidos encima.


 En esta ocasión tenían que cambiar de geografía. Por eso la gran mayoría de grupos mayas de la región del Petén, habían acudido al llamado de los Itzaes. Algunos los siguieron, pero otros tomaron sus propios caminos. Lo cierto es que lo abandonaron todo, dejándolo sin más. Las ciudades fueron totalmente desalojadas, dando la apariencia de que la gente hubiera desaparecido de sus hogares. Los mayas de esas zonas del Petén, salieron sin mirar atrás, en búsqueda de la nueva tierra prometida, en donde encontrarán la nueva casa del sol.


Tollán había quedado en silencio, y cada uno de los líderes había tomado el rumbo que le correspondía; los hombres blancos se fueron al Norte de México, y fueron nombrados como Toltecas; al Sur les tocó a los llamados hombres amarillos, conocidos como los originarios descendientes de los primeros Incas. Al Este se dirigieron los hombres negros, que serían reconocidos como los descendientes de los primeros Olmecas, y al Oeste avanzaron los hombres rojos, los Itzaes, los brujos del agua.


Todos buscarían las tierras de sus ancestros, donde habían vivido los primeros cuatro hombres, y siguiendo sus pasos recomenzarían un nuevo orden.


Dividirse y tomar los cuatro caminos, era un precepto que estaba escrito en sus códices sagrados, y lo harían de la misma forma que lo habían hecho las cuatro razas primitivas, de los cuatro colores fundamentales, como se hizo la primera vez, para poblar al mundo.


Los libros sagrados decían que esos cuatro primeros hombres, eran hombres santos, grandes pensadores. Tenían el conocimiento divino, y vinieron al mundo a sustituir a los últimos hombres prehistóricos, que se estaban extinguiendo. El ritual que habían realizado los de Xibalbá, alegorizaba ese momento.


In the legends told in the villages, they spoke of a very remote time, when the destruction of Aztlán left the earth divided. The race of giants, the blue men who lived at that time, were also dying. With the planetary changes, life was transformed, and it was very difficult for them to adapt. The men who emerged later were the result of the evolution of primitive beings, predominantly instinctive, more similar to beasts, but with a better capacity for adaptation. With the magic of the grandparents of Aztlán, the last giants, mixtures were made between the blue men and the beast men, engendering those four new men and their four beautiful women, and thus the strength of that primordial man was placed in them, and the wisdom of the grandparents. All of this was prepared before Aztlán succumbed.


The grandparents of Aztlán knew that one day, their entire world would disappear, and they had foreseen that the mixture of these four races would give rise to other new men and women, so that the lineage of Aztlán would continue despite the changes. The amalgamation that resulted from the four races would have to give rise to a new man, more adapted, more resistant. This was how the grandparents, the giants of Aztlán, bequeathed it, because that was how it should be and it was written.


Therefore, in order to fulfill the commission of the forefathers, the sacred ordinances had to be performed, because the present men were not yet perfect. They had many defects in their animal mind, and the beast within them had to be eradicated, and its uncontrolled impulses that could be destructive to the new race had to be overcome.


The writings established that this new fundamental race should be formed. It was inevitable, because in this way unity and order could prevail. It was good for life on this plane of consciousness, so that the energies of the planet would be reorganized. Within this renewing chaos, a new natural order would be engendered that would give way to another new chaos, with the indefinite repetition of cycles, as happened in the universe. Likewise, the wise man also had to perfect himself, and this was known as the time of Mayan times. The time when everything would happen, and the men of Xibalba knew it.


The chief of the Itzaes, the red man with the head of a snake, was the one who led his group. A drum accompanied them and gave them direction so that no one got lost. They moved away from Tollán until they were lost in the middle of the jungle.


The ancient city of the birth of the Sun would have to wait for a new cycle of true men to arrive, and only then would the lineage of beautiful men shine again in that sacred city. Now it was hidden in the depths of the Petén jungle.


But no one really knew what the fate of the Mayans was, where their time and their knowledge would end.


These men who arrived in the south of the Yucatan Peninsula would live one of the most important, painful and surprising experiences of pre-Columbian life.


Suspicious

That morning, the monastery of Valladolid became a hive of activity with people and soldiers. All the monks were locked away. Some of the soldiers were placed in key positions. The library was the first to be searched. The routine of the monastery had been broken. Sebastian, who was as bewildered as the abbot, remained close to Friar Diego de Landa, who questioned him about his companions and the work of each of them. The young man answered with his mouth dry from nerves, trying to respond as best he could.


Most of the codices were separated. Inquisitor Landa's scribes were consulting notes and reviewing codices. They kept asking Sebastian about anything they found.


It was after ten in the morning when Brother Diego was satisfied with his first inspection. He was aware that if he wanted to get answers, he would have to be quick and direct, not giving anything or anyone time to escape inspection.


He was excited and proud of his skill and intelligence. He knew that the mission entrusted to him by the Holy Office was important, and although he was not told what the text contained, nor what the codex was about, he put great interest into his task, knowing that if all went well, he would be promoted to the bishopric.


Deep inside, he knew that he would quickly uncover the deepest secrets of the manuscript. He trusted in the fear that his wit and intelligence caused.


Landa's interest was to obtain total control of the clergy in Yucatán. Dominicans and Franciscans had been in conflict over the division of the missions and control of the Church in the peninsula. In the end, it was the Franciscans who were left with the largest share of the church's properties and the authority of the congregations.


At first, the Dominicans were dissatisfied, but when they learned that the Franciscans were under pressure from the Vatican because of the plots, suspicions and fears that were circulating among the members of the different brotherhoods, they were pleased that they were not the ones who were in the main crosshairs of the Inquisition.


The Dominican Order took full advantage of the situation. They were sure that in the end they would benefit, they knew that the inquisitor Landa was as intolerant of himself as he was of his own order. Even so, they had to be very cautious, because the power of the inquisitors was overwhelming, especially with Landa at the head.


Acting by surprise and without warning, Landa would inspect congregations, parishes and churches, giving the appearance that it was a routine intervention.


Worried by the way things were developing, the abbot tried to intercede for his people:


– Brother Landa, I am as upset as you are. If there is someone who is truly doing something suspicious, I do not believe that it will affect our entire community. We are very disciplined and we maintain very close contact with each other. Please allow the other monks to continue with their activities and work for our Lord.


"Do you think I'm contradicting them?" he asked with a suspicious smile. "We'll let them continue their work from their cells."


Let no one leave and send their food there. I am sure that, as soon as we finish, they will be able to return to their activities. – Landa enjoyed the power he possessed, he felt it running through his veins. His despotism was such that it made the others feel uncomfortable. – Ah! Brother abbot, now please, I would appreciate it if you let me think about what we are going to do about this matter – he ordered without deigning to look at him – Certainly, you were right, now that I think about it better, Sebastian is being very useful to me. Go and inform your community about what I need them to do – addressing one of his personal guards and one of the friars of the Inquisition, he ordered them –: Accompany Brother Abbot!


The abbot was angry and offended by Landa's acrimony, and by what he might have discovered. The first three days in the monastery were ones of intense inspection.


The library was thoroughly searched. Landa's entire team searched like bloodhounds for anything that was out of place.


El trabajo fue impertinente. Se escarbó entre los códices, con el fin de encontrar algo sospechoso, algo revelador que pudiera ser peligroso para la Iglesia. Se recabaron diversos documentos, los cuales se prepararon para ser inspeccionados en el monasterio de Izamal, donde residía Landa.


La mayoría de los documentos contenían información sobre los usos y costumbres de la gente maya, sus antiguas tradiciones, pero nada significativo que pudiese causar alarma. Ante la duda y la frustración, Landa ordenó que todos los códices y manuscritos se mantuvieran a buen recaudo, y que los frailes pudieran regresar a sus actividades.


Tres días después de tan intensa investigación, casi sin descansar, se retiró a los aposentos que habían sido destinados para él.


Sebastián estaba agotado e inquieto, porque era indudable que investigarían en el interior de las celdas. Sí la suya era inspeccionada, encontrarían sus textos y seguro que acabaría en la hoguera. En ese caso, todo el trabajo de su mentor se perdería para siempre.


 Se sentó en un rincón, sobre el duro suelo de la biblioteca, cerró los ojos y descansó para aclarar su mente, y pensar cómo podía rescatar sus papeles.


 Después de tres horas de descanso y de haber tomado algún bocado, Fray Diego se encaminó a las celdas para revisarlas todas. Cuando estaba cerca de la celda de Sebastián, lo mandó traer. Antes de que llegara ante su presencia, lo interpeló:


–Hermano Sebastián, veo que gozas de la absoluta confianza del abad. No obstante, nuestro misterioso y sospechoso personaje se sienta junto a ti. Es curioso, ya que hemos interrogado a ese hermano y hemos concluido que está limpio. Por lo tanto, el único sospechoso que me queda eres tú. Así que la clave de lo que busco la debes de tener tú, ¿verdad? Vamos pues, a inspeccionar a fondo tu celda.


Sebastián se puso pálido. No sabía qué decir y antes de que pudiera argumentar nada, su celda fue abierta. Los vigilantes de Landa entraron husmeando en ella, removiendo lo poco que había, pero no encontraron nada.


Landa ordenó a todos que salieran. Desde la entrada miró detenidamente cada uno de los rincones; repentinamente observó una pequeña mancha cerca de la mesita que parecía tinta. Sonrió para sus adentros.


– Sebastián, ¿estás seguro de que no tienes nada que decirme?


El corazón de Sebastián dio un vuelco. «Algo ha descubierto, pero ¿cómo es posible? No hay nada raro en la celda», pensó.


Sebastián estaba angustiado, si aceptaba su culpa, iría a la hoguera y si no, le torturarían. «¡Que Dios haga un milagro, un gran milagro!», pensaba.


Así que, mirando directamente a Fray Diego de Landa, le dijo lo mejor que pudo:


– ¿Quiere usted que le diga la verdad?


Fray Diego de Landa le miró directamente a los ojos, escrutándolo profundamente, al tiempo que asentía levemente esperando la respuesta. Landa dentro de sí se regodeaba de su victoria, gozaba con su astucia, pensaba que podía conseguir lo que quisiera, así que esperó ansioso.


– La verdad, mi señor, es que… no, no tengo nada que decirle, ni nada que ocultarle.


Landa se quedó absorto unos instantes, como no entendiendo lo que estaba escuchando. Esperaba la respuesta que le daría la clave, la gran solución que le llevaría directamente a la cúpula de la Santa Sede, para recibir la distinción de obispo, donde creía que debería estar, después de sus casi treinta años de trabajo continuado en Yucatán. Pese a todo, estaba ahí, de pie, junto a un necio fraile indígena, que con una simple respuesta le vetaba las puertas a un futuro glorioso. Segundos antes estaba seguro de que iba a confesar. Estaba claro, pensaba Landa: el fraile era culpable. Su reacción no se hizo esperar, y lleno de cólera miró a Sebastián de forma fría y a la vez humillante.


Entró en la celda y se inclinó para tocar la mancha de tinta ya seca. Miraba alternativamente a Sebastián, después girando lentamente sobre sí mismo fue acercándose a la pared. El corazón de Sebastián latía fuertemente. Landa empezó a tocar los rústicos ladrillos hasta que notó que uno estaba flojo, lo movió y éste cedió ¡Era falso! Sonrió victorioso.


En ese momento llegaba el abad con un comunicado urgente para Fray Diego. Sin notar su presencia Landa increpó a Sebastián:


– ¡Yo creo que sí, que algo me estás ocultando y lo voy a descubrir en este preciso instante!


Tiró con fuerza del ladrillo, dejando un hueco en la pared. Metió la mano y se quedó sorprendido.


Aluxes

Two hours later, at Don Ponchito's house, Juan was trying to understand what was happening, as Poncho tried vaguely to translate what the old Mayan was saying. There was so much information coming out of the old man's mouth that Poncho didn't have time to explain all the ideas together and convey them clearly to Juan.


The only thing that could be clarified is that the Aluxes visited whomever they themselves chose, that they were like little elves, who really existed, although it was an ancient and mysterious matter. Apparently, some people said that they still continued to appear in their houses, to cause mischief.


– They were not elves, but in some ways they were, they were like wind, and their mission, apparently, was to take care of the pyramids – said Don Ponchito, affirming that they came to visit him every night.


The subject of the Aluxes was, for some of the current Mayans, something perverse and even diabolical. It was a matter that the people of the region wanted to forget. The new religious influences were causing their disappearance. Everyone said that if an Alux appeared in their path it could make them sick, so they would find ways to kill them. Don Ponchito categorically denied that they were evil or perverse beings. Mischievous, yes, but naive and not malicious. The illness they caused to the people who saw them was generated by themselves, since they appeared as a mirror of their worst fears, and the fear of finding themselves scared them, producing a very strong reaction that made them sick.


– Let's see, explain it to me more slowly, are the Aluxes dwarves, elves or what?


– No, no. Look, so you understand better, we're going to visit Don Domingo, who is an X'man. I'm sure he'll be able to explain it better.


Poncho had not told him what was truly important, he omitted it and distracted Juan by suggesting that they make another visit.


In the end, Juan was stunned. He didn't know the real purpose of the visit to Chichén, he hadn't really learned about the existence of those goblins they wanted to kill, and worst of all, he didn't know for sure that he was an X'man. He felt ridiculous with his apparent ignorance, and decided to wait for a better opportunity to ask again.


After four days, Poncho showed up at the pharmacy again, and greeted Juan more cordially than ever.


– What, have you studied about the Mayans?


– Well, I'm confused about dates and calendars, I don't understand anything. Why so much obsession with time? – Juan asked.


– Why do you ask?


Juan gave a long and confusing speech, full of jargon about dates, accounting, calendars, so much so that it made Poncho dizzy, who thought he had come across an intellectual who, no matter how many explanations were given to him, would always continue to mess things up.


Without further ado, he stopped him saying:


– Doctor, if you want, I can introduce you to one of the archaeologists, the head of the archaeological zone, so he can clear up any doubts you may have. I’m sure he’ll be able to explain it better. He’s also a foreigner.

Juan was surprised, the only thing he could say was:


-That seems fine to me.


That, rather than a relief, was a concern for Juan, because he realized that, in order to ask the archaeologists interesting questions, he would have to know what to ask, which forced him to study the calendars more thoroughly, otherwise he would make a fool of himself, something that worried him greatly.


– When are we going to visit the lord of the Aluxes? – Juan asked Poncho.


- Whom?


– Yeah, man, to this guy you told me could explain all this Aluxes stuff to me better.


– Oh! Don Domingo? Well, we'll see. He's a little sick... If you want, now that I think about it, what we can do is have you visit him for a medical visit, and we'll ask him right then and there. As if it were nothing.


Juan felt upset. "Why was Poncho offering him something to cover up his true intentions? They had to go there for something, because in the end the only thing that mattered was an answer." He thought and questioned:


– Why don’t we ask him directly?


Poncho looked at him and answered as honestly as possible.


– Look, Juan, people around here don’t tell their stories, and even less to the “waches”, that is, to outsiders. First, because they are afraid of being thought crazy, and second because outsiders don’t understand us. They are not like you, who are interested in learning about our culture, and at least try to investigate through books. Most people just want to know something about us, something that will make them pass the time and help them forget their problems. There are also those who say that we are crazy and seek to have fun with it, or simply to satisfy their curiosity, and to boast over a few drinks of some curious anecdote mixed with some lie, or to slander us by saying that we are savage sacrificers of people. In short, they do not take us seriously. For us this is something very important and true. People around here have been helping the waches, archaeologists, researchers, scholars and others for many years, around 1930, and what have they given us back? Nothing, a story that is not ours, and that does not restore dignity to the Mayans of this time.


That's why the men and women of the region keep their secrets very well. Some don't know how important these secrets may be, but they keep them as they did in the past, as well as their customs. For that reason we are proceeding with caution. I hadn't mentioned what I've told you to anyone, and I don't know why I'm telling you this. You seem like a good person, so we're going to do it as I tell you, so that people get to know you and see that you don't have bad intentions. How do you feel?


Juan was satisfied with the answer, and agreed to visit Don Domingo the next day, so that he could explain the Aluxes to them.

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